21 diciembre 2018

Entre zambombas, espumillones y panderetas, siempre nos quedará el refugio de la Poesía. Gracias a Joaquín Campillo por acercarnos este poema que habla sobre la ciudad, esa que las luces de colores no nos dejan ver durante estos días.



LA CIUDAD, de Luis García Montero
Se hacen de hormigón y de cristal, 
de lugares extraños y gentes ocupadas. 

En todas crece un árbol 
delante de la casa de un suicida 
y hay niños que acostumbran a dormirse 
soñando con un perro. 

No faltan desayunos en hoteles lujosos, 
ni tampoco familias con jardín, 
pero son más frecuentes 
los portales oscuros con pareja de novios, 
el beso frío, 
la rosa de cemento en la ventana.

Las calles desembocan en plazas descompuestas, 
las tardes de domingo en las cafeterías 
y el humo de los coches en los ojos del loco 
que murmura sus años 
y los cuenta sin fin 
de metro en metro. 

Al salir de los túneles sentimos 
que los cielos de agua 
son igual que una carta del pasado, 
y suele comprenderse 
que la vida es un arma lenta y de doble filo 
en los pasos sin nadie, 
en las noches vacías 
o en la debilidad que tienen 
las ciudades por los cines de barrio 
y por las taquilleras muy pintadas. 

A pesar de los plátanos, los olmos y los tilos, 
a pesar de la hierba, si es que hablamos del Norte, 
La gente que nos mira, 
la gente que se salta los semáforos,
la que fluye delante de las tiendas, 
necesita el amparo 
de otra vegetación, 
un sigilo de números y tarjetas de crédito 
que extiende sus raíces por los sótanos
y busca soledad en los desvanes 
como los muebles y las ratas viejas. 

No es inútil viajar, 
porque es cierto que todas las ciudades 
amanecen de un modo parecido, 
pero la noche llega en cada una 
de manera distinta. 

De día pueden verse 
secretarias, conserjes, policías, 
músicos callejeros y soldados, 
dependientas que escuchan y sonríen, 
oficinistas con olor a instancia, 
conductores, extraños sacerdotes, 
ejecutivos humillados.

Igual en todas partes, 
porque apenas existen los kilómetros. 

Pero existe la noche, 
la soledad que borra los oficios 
en un mundo habitado solamente 
por hombres y mujeres, 
confidencias de amarga valentía. 

En las ciudades pueden encontrarse 
relojes que se paran en la última copa, 
la luna sobre un taxi 
y todos los poemas que te escribo. 




20 diciembre 2018

Ya están aquí, ya están aquí. Irremediablemente llegan, año tras año, las maravillosas y poco estresantes Navidades. Afortunadamente, con Literatura todo se lleva mejor. Nuestra amiga Milagros Márquez del Bazar del Centro Cultural nos manda este cuento de Navidad. 


LA ESTRELLA

El valle estaba sumido en sombras, la luna aun no se había alzado tras las montañas y el cielo era un tapiz negro en el que intentaban aflorar tímidas algunas lucecitas.
Me veo de niño asomado a la ventana esperando, como todas las noches, ver mi estrella para irme a dormir.
_ Madre, ¿Por qué no tiene estrella nuestro Belén?
Esa pregunta, año tras año, tenía la misma respuesta.
_Cuando vuelva padre la traerá.
_¿Donde está padre? La guerra a donde dices que se lo llevaron termino hace tiempo. Otros del pueblo han vuelto. ¿Por qué él no?
_ Porque no le dejan. Anda no preguntes más y duerme. Mañana es el último día de escuela y por la tarde pondremos el Belén.
Madre no entendía la Navidad sin el caserío, el rio de plata, los pastores con su pequeño rebaño y la cueva del nacimiento. Hasta en los años más duros, lo había puesto detrás de una vieja cortina, siempre sin estrella.
Yo tenía entonces 7 años y solo recordaba de padre  su áspera mano cuando me acariciaba y lo protegido que me sentía dentro de su abrazo. Pero él volverá, pensaba, con esa certeza que tienen los niños cuando el deseo es más fuerte que la realidad.
Recuerdo las entrañables figuritas de barro, un poco estropeadas, A un caballo le faltaba una pata y madre lo apoyaba en un montón de paja para mantenerlo derecho. Algunos pastores tenían la cabeza o los brazos, pegados con miga de pan mojada en saliva. Un año se me resbaló uno de las manos y madre lo arreglo así .A mí no me parecía que fuera a durar mucho, pero ahí estaba al año siguiente con su miga de pan rodeándole el cuello, como si le doliera la garganta.
Madre decía: No te preocupes hijo, el pastor está bien. No se diferencia mucho de algunos mozos del pueblo cuando volvieron de la guerra. Y en mis labios afloraba la eterna pregunta: Si la guerra termino, ¿Por qué padre  no viene?
Pasaron los años y la vida me llevo por trabajo a una ciudad del sureste español, mirando a un mar siempre azul. Las gentes son abiertas y acogedoras. Me encuentro bien aquí, soy recepcionista en  El gran hotel Mediterráneo, un edificio precioso de estilo modernista, que hace ángulo entre dos calles, como si de la proa de un barco se tratase.
Hoy he vuelto al valle de mi infancia y asomado a la ventana veo los verdes, pardos y marrones con los que se viste en otoño. Resuena aun en mis oídos el sonido del viejo tren, que resollaba como un asmático al subir la cuesta hasta la estación del pueblo, donde descansaba tomando aliento para seguir su camino por otros valles, otros verdes y  otras cuestas, arrastrando con él las ilusiones de los hombres y mujeres que transportaba, soñando con una vida mejor.
Empezaba a caer la noche, el silencio y la oscuridad cubrían el valle con el traje fantasmal de la bruma y las sombras.
Asomado a la ventana recordé aquellas Navidades en las que sentado en mi cama, esperaba que en el negro tapiz del cielo apareciera la luna por detrás de las montañas y se asomaran, tímidas aun, aquellas pequeñas lucecitas para ver la estrella que algún día brillaría en mi Belén.
Pero aquella Noche Buena fue especial, oí ruidos, salte de la cama bajando las escaleras corriendo y lo vi. Vi el Belén completo. Mi estrella estaba en lo alto de la cueva. Padre por fin la había traído. ¿O había sido al revés?
Aun recuerdo aquel abrazo, lo había soñado tantas noches. Recuerdo su olor, su piel áspera y la calidez del refugio de sus brazos. Y hoy sigo igual que aquella noche dando gracias a la estrella por haberme traído a mi padre.




09 diciembre 2018

Buenas tardes,

Estamos apenados porque se acaba el puente así que buscaremos refugio en la Literatura. Hoy compartimos con vosotros este relato de Joaquín Campillo, del Bazar de Letras del Centro Cultural, inspirado por el maravilloso cartel del Premio Mandarache 2019. Esperamos que os guste:



MARINA Y EL UNICORNIO

            Menos mal que amanece. ¡Qué noche he pasado! Tengo la boca seca y me cuesta abrir los ojos. La cabeza me pesa como una roca. Pero... ¿¡Qué es eso!? ¿¡Esa silueta que se aprecia en la pared de enfrente...!? ¿Parece...? No... ¡Sí, es un unicornio! ¡Su cuerpo se asemeja al de un caballo moteado en negro! ¡Pero... las manchas... son letras! ¡¿Qué me sucede?! ¡¿Quién ha dibujado eso en la pared?!
            —Marina, no te cuestiones más. Estoy aquí y basta.
            —¡Me habla! ¡No puede ser!
            —Mujer escucha: vengo a decirte que debes ayudarme. En este castillo, donde habitas, han sido ocupados sus terrenos adyacentes. Invadidos, sí, por unas extrañas torres metálicas, negras; producen un hedor que ahoga los naturales aromas del sotobosque. Algún malvado hechicero, enemigo vuestro, las puso aquí. Pretende algo, y no bueno. Dicen que extraen un líquido negro, denso, apestoso, con lo que andan unas máquinas, auto..., automóviles, creo que les llaman.
            —¿Y qué puedo hacer para ayudarte, unicornio? Agradezco tu desvelo por mi hogar, pero no veo la forma de luchar contra esa fuerza mágica.
            —Te lo explico: Yo tengo un poder en mi cuerno, que todos desean, con él puedo destruir y construir, alternativamente; o sea, sirve para lo bueno y lo malo.  Mi estrategia nos llevará a conseguir nuestro fin. Tú montas sobre mí y te diriges al alimentador de letras que hay en las proximidades. Allí conecta la manguera a mi boca, y dirás ¿para qué?, para renovar mis fuerzas, mi carga, ¿no has visto cómo se transparentan en mi cuerpo esas manchas negras?; las letras tienen mucho poder.  Una vez hecho esto, atacaremos esa amalgama de hierros negros. Sobre mi lomo podrás, con las riendas, dirigir la ofensiva. Yo dispararé, a través del cuerno, letras negras, éstas, como proyectiles, derribarán esa diabólica construcción que invade tus tierras y el valle.
Debes proteger tu cuerpo para la lucha; saltará de todo, cuando las palabras impacten. Un yelmo te vendría bien.
            —No te preocupes tengo un casco de moto y gafas, aquí; ¿sabes?, yo monto en moto, ¿no sé si las conoces? Pero esto, fue después de aprender a cabalgar con los de tu especie. Me pondré también el vestido rojo de mis antepasadas abuelas, es largo y de paño fuerte; además, bajo él, protegeré mi pecho con un coleto de piel de búfalo. Lo llevaron mis abuelos cuando practicaban esgrima. La mochila, cargada de libros, en mi espalda también servirá de protección.
            —Debes estar atenta al vuelo de los estorninos, ellos formarán en el cielo frases, mensajes, y así nos darán sus estratégicos consejos para nuestra acción, que debe ser rápida. En este valle todo está cambiando: el verde de la floresta se convierte en amarillo y marrón, las plantas se mueren; los animales emigran por falta de alimento; ya no hay cultivos; las aguas del río se han ennegrecido. Por todo eso, los épicos unicornios de las narraciones, nos hemos unido para defender, de este monstruo destructor, a la naturaleza del entorno. Debes saber que en este lugar vivió un antepasado tuyo, hace mucho tiempo. Vino de un lejano país y aquí se dedicó a escribir; fue él quien nos creó, en una historia muy bella de una dama y un unicornio. Luego, las tejedoras, nos representaban en los tapices; en tu castillo hay uno, de él he salido yo.
—Pues entonces, ya estoy vestida y preparada. Espera que monte. Cumpliré con lo que me solicitas. Vamos a recargar tus fuerzas y después... ¡A la lucha! ¡Destruiremos a ese engendro, devorador de la naturaleza! ¡Vamos!
           
            Los gritos retumban en el pasillo. Una luz roja se encendió en el tablero del control. La puerta de la habitación se abre con urgencia. Una enfermera, que porta una jeringuilla, y un celador, que tiene los brazos como columnas, entran. Marina está sola sobre el lecho, de rodillas. Tiene la sábana atada, por sus extremos, al piecero de la cama. Al verlos entrar dice:
—¡Ah, mis fieles servidores! La buena doncella Marta y el forzudo don Julián acuden en mi auxilio.
            Cuando la jeringuilla transfunde el amarillento líquido, a través del frío metal de la aguja, que penetra en la azulada vena, es cuando cesan los gritos; y la voz de Marina es comparable a un balbuceo: "Unicornio, unicornio, vamos a vencer".

21/11/2018
Joaquín Campillo Villa