Soleado y tranquilo domingo de veroño. Horas y horas para dedicar a nuestra pasión. Aprovechemos para conocer un poco mejor la obra del flamante Nobel de Literatura 2017, de la mano de Carlos Franz:
Rendición incondicional
Carlos Franz
Kazuo
Ishiguro es un autor a contrapelo de nuestra época: ha preferido la
profundidad a la notoriedad y la delicadeza antes que el impacto.
Ishiguro ha publicado sólo siete novelas caracterizadas por su
equilibrio formal y la sutileza de sus tramas. Con estos antecedentes,
sorprende que la Academia Sueca –tan errática como hambrienta de
“modernidad”, últimamente– lo haya distinguido con el Premio Nobel de
Literatura. Hay que celebrar este acierto.
La mejor novela de Ishiguro debe ser Un artista del mundo flotante.
Su protagonista es Ono, un anciano pintor japonés que narra su vida en
primera persona. Estamos a fines de los años cuarenta del siglo XX.
Japón ha sido ocupado tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Ono,
que había apoyado al régimen militarista japonés, vive su propia
rendición incondicional. Deja de pintar, se retira y lo atormentan las
culpas.
Ono
se inició como un artista del “mundo flotante”. Así llamaban en Japón a
la vida bohemia, la fiesta nocturna en tabernas y casas de geishas. El
maestro de Ono le había enseñado a pintar esa intensa y fugaz felicidad
que puede alcanzarse en el placer y la alegría festiva, porque “lo mejor
en la vida […] se vive en una noche y desaparece con el día”.
Con
perseverancia y talento Ono destacó dentro de esa escuela. Pero pronto
ese arte de lo efímero le pareció decadente y superfluo. A fines de los
veinte, influenciado por el nacionalismo que se imponía en Japón, Ono
decidió abandonar aquel mundo flotante para pintar “obras verdaderamente
trascendentes. Obras que aporten algo a nuestro pueblo, a nuestra
nación”.
Esa
pintura política llevó al protagonista de esta novela a la cumbre y
también precipitó su desgracia. Fue elogiado por el gobierno y celebrado
por el pueblo enfervorizado con los triunfos del Japón imperialista.
Tuvo muchos discípulos a los cuales enrieló en el arte comprometido.
Durante la guerra, ese mismo compromiso lo llevó a la propaganda
patriótica. Y cuando el mejor de sus discípulos rechazó ese camino, Ono
se creyó obligado a denunciarlo.
Tras
la derrota de Japón, Ono nos dice que se siente culpable y que quisiera
castigarse. El viejo pintor relata con notoria admiración el caso de un
cantante popular que, sin ser un criminal de guerra, después de la
derrota decidió suicidarse. Éste lo hizo para mostrar su arrepentimiento
por haber escrito canciones patrióticas que animaban a los jóvenes a
combatir y a morir.
Ono
no es capaz de suicidarse. En cambio, aprovecha la ceremonia de
compromiso matrimonial de su hija menor para culpabilizarse públicamente
y reconocer su pasado.
Sin
embargo, las personas que escuchan esa autoinculpación de Ono le dicen
que exagera. Incluso los jóvenes, que responsabilizan a la generación
anterior por el desastre sangriento de su país, se extrañan de esa
autoincriminación de Ono. Su hija, Setsuko, le dice: “Nadie entendía muy
bien qué pretendía usted” (con esa confesión).
Además,
Setsuko le aconseja a su padre no compararse con aquel cantante que se
suicidó para hacerse perdonar. “Por lo que he oído las canciones del
señor Neguchi se hicieron muy famosas […] durante la guerra.” En cambio,
Setsuko duda de que su padre fuera tan famoso y por eso le pregunta:
“¿Qué influencia pudo tener su obra?”.
Esa
pregunta sorprende a Ono y a nosotros, los lectores de su relato. A lo
largo de la novela Ono nos ha repetido que él no era muy consciente de
la gran influencia que llegó a tener antes de la guerra. También nos
advierte que su memoria avejentada podría traicionarlo.
Tras
esa escena los lectores que sopesamos aquellas sutiles advertencias
quedamos en una disyuntiva. Es posible que, en efecto, Ono sienta una
noble necesidad de responsabilizarse y ser castigado por su
colaboracionismo con un régimen nefasto. Ésta ha sido la interpretación
política estándar para la novela de Ishiguro.
Pero
también es posible que la autoinculpación de Ono provenga de una
sofisticada soberbia. Quizás Ono desea ser culpado ya que esto
significaría un reconocimiento –aunque perverso– de la importancia que
quiso tener en el destino de su país. Tal vez, Ono exagera su
responsabilidad para darse relevancia, para no admitir que su vida fue
tan superflua como aquel “mundo flotante” que alguna vez intentó
superar. En este caso, la rendición incondicional de Ono podría ser una
forma de orgullo.
Prodigio
de ambigüedad, el relato en primera persona del viejo pintor nos
desaconseja escoger sólo una de esas interpretaciones. Todas ellas
integran la rica aleación entre claridad y misterio que caracteriza esta
novela de Ishiguro.
En la antigua ceremonia japonesa del té se emplean unos recipientes de cerámica (chawan)
cuya belleza consiste en su armoniosa irregularidad. El artesano
consigue que las fallas del recipiente sean parte de su refinamiento.
La obra de Kazuo Ishiguro alcanza, también, esa rara perfección.
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