Buenos días,
Seguimos compartiendo relatos premiados de nuestros alumnos del Bazar de Letras de la Universidad Popular. Sueño con la vela latina de Joaquín Campillo recibió el Tercer Premio en Prosa en la edición 2017 de las Justas Literarias de San Ginés de la Jara.
SUEÑO CON LA VELA LATINA
Ese lienzo triangular envergado a la
percha, que la diosa Isis creó. Amor en fusión, algodón y madera.
En comunión permanente con el mástil y la embarcación, participa
del abrazo del viento, que hincha su seno y la arrastra hacia donde
el timón impone.
Agua salobre que la acompaña, salpica
minúsculas perlas y adorna con su espuma. El azul del cielo, con
broches de algodón, completa la preciosa imagen que rodea a la musa,
a la beldad, a la vela latina... Eres como pincelada blanca sobre mar
añil, verde, o gris; que la luz su color dispone. Paloma que
revolotea con encaje de bolillo a sus pies, en este Mediterráneo de
las ancianas culturas. Hasta en ríos, como el Nilo, has danzado y
no sé, no sé si alcanzaste sus fuentes; si la embarcación no
necesitara tanta agua en su correr.
En mi memoria has quedado para
siempre, desde mi corta edad, cuando la conciencia y mis ojos te
vieron flamear en una pequeña embarcación. Desde el cantil del
muelle, asido a la mano de mi abuelo, recibiendo la primera lección
de mar. Ese hombre mayor, que no llegó a ser anciano, porque se lo
llevó la borrasca de la enfermedad. Llenaba su ocio como marinero
que pilota cuadriga de madera, con tela y viento. Sobre un mar
sumiso, que parece rendir pleitesía a las embarcaciones que
acarician su lomo, como el jinete al de su caballo. Cuando la
dolencia lo dejó en tierra, los días de regata, buscaba el mejor
lugar para seguirla desde muelles, balcones con vistas al mar, donde
llenar sus retinas y colmar, en parte, su deseo de navegar.
El domingo, un pequeño y
destartalado tranvía nos lleva hacia el barrio más antiguo de la
anciana Mastia: El barrio de los pescadores, del vidrio, de la
industria con sabor a plomo y galena, de las muflas, de las
cerámicas; que fue Villa y Condado de Santa Lucía. Nos apeamos del
lento vehículo junto a un simbólico monumento: El Pinacho,
respiradero de encauzadas aguas, que un día animaron fuentes,
hidrataron bocas; por un paseo, que carece, de las delicias que su
nombre alude. Una escalonada calle nos lleva a un lugar, frente a la
pescadería. Varaderos y muelles complementan el entorno. Las
embarcaciones de pesca parecen reposar de su duro trabajo, pero
mantener las artes no tiene hora ni fecha. El suelo está cubierto de
redes, donde hombres descalzos, sentados sobre ellas, cicatrizan con
hilo las heridas que las mallas albergan; las que raptan del mar sus
plateados seres. Ahora, mi abuelo zarandea mi brazo y exclama: "Mira
al muelle, están aparejando los botes, esos, los grandes, los de
cuarenta y dos palmos; en esos he participado en las regatas."
Le brilla la mirada, tiembla la mano
con la que coge la mía; la voz entrecortada, nervioso, me dice:
"¡Vamos al faro de la Curra, antes de que salgan!"
En ese camino, lleno mis ojos de
nuevas imágenes, y nacen preguntas: "Abuelo, ¿este canal de
qué es?" "Es la desembocadura de una rambla; viene del
barranco de Orfeo, donde vamos a comer la
mona, ¿te acuerdas?".
Más adelante, hay una pequeña
dársena, 'Puerto piojo', donde las embarcaciones parece que bailan;
y los golpes del agua, sobre sus costados, las animan en su danza. Un
carabinero,
que vigila la zona, gira la cabeza para mirar a los que pasan. Gotas
de sudor, por la frente me resbalan y empapan la gorra blanca que
cubre mi cabeza; vamos deprisa, camino del rompeolas a saciarnos la
sed de vela y mar. Mi curiosidad infantil hace que, una vez más,
afloren las preguntas: "Abuelo, ¿qué es aquello? Parecen
esqueletos de barcos."
"Sí, es el astillero de los
maestros Pinto y Cascales, donde carpinteros, calafates y otros
artesanos construyen barcos de madera; para recreo, para pescar
tesoros del mar que sacian nuestros estómagos, para transportar, en
sus vientres, lo que en otros sitios reclaman."
Aquí, me inunda una gama de olores:
El de la madera que sangra; la brea que la cubre; el fatídico humo
de la fundición cercana, que me irrita la garganta; y el salobre del
mar que acompaña a la brisa. Próximas a la atarazana, unas barracas
comparten la playa, con arena que no es arena, sino excrementos de
hornos, salidos de sus panzas. Arenas negras como noches viudas de
luna; flores del vertedero de la factoría cercana. Unos bañistas,
en las casetas de madera, cambian sus ropas por una prenda para el
agua; allí refrescan su cuerpo, desconocen el riesgo de la hazaña.
Otra imagen sobresalta mi atención.
Unos hombres, que salen de la fábrica, empujan unas pesadas
carretillas sobre una vía. El torso desnudo, la piel tiznada y unos
lingotes, que me dicen son de plomo, conforman su carga. Nos paramos
a mirar, las vías cruzan la carretera, y un tren de sangre circula
hasta llegar al embarcadero. "Es el muelle del plomo", mi
abuelo manifiesta. "¿Y por qué algunos tumban la vagoneta?",
digo. "Para ceder el paso a los que van cargados", me
contesta.
A mí, me parecen esclavos de
faraónica película, solo falta el látigo, fustigador de espaldas.
Hombres, como velas cautivas, que impulsan una nave negra, que
destilan pena y sudor... Solo con el consuelo, al dejar su carga, de
mirar al mar. Y tomar el respiro de regreso, en vacío, a su Averno,
donde funden el mineral que otros sacaron de las entrañas de la
tierra, con parecido sufrimiento.
En nuestro camino, la brisa húmeda
nos va envolviendo, parece que sabe de nuestros sudores y nos
refresca. Un poco más adelante, me dice mi abuelo: "Aquí hubo
un balneario, San Pedro del
Mar, donde la gente con
posibles, se holgaban en verano, se divertían y tomaban los baños,
que debían ser reglados en número y tiempo; eso decían. Nosotros
no seguíamos norma alguna, nos bañábamos, en el mar, siempre que
podíamos."
Por el espigón de La
Curra, aceleramos el paso,
miramos hacía la dársena y vemos que los botes se van ordenando.
Todos preparados porque, en breve, silbará el vapor, darán la
salida. Y llegamos a la base del faro, nuestra meta, nuestro mirador
privilegiado. Ya vienen las embarcaciones, buscan con su proa el
favorecedor viento. Mi abuelo se ilusiona, se llena de alegría,
cuando ve a su favorito, en el que un día navegó, y me dice: "¡Mira
nene, el Joven Vicenta,
qué porte tiene, cómo navega!"
Ya salen los botes por la bocana. Los
faros, vigilantes, saludan erguidos, estáticos, a la legión que
pasa. Y mi ensueño vuela como una gaviota, me enredo en sus
mástiles, en sus cubiertas me siento, con la tripulación me enrolo
y me implico en su briega. Esas velas latinas, como cuchillos, cortan
el viento, desde el Namnatius
portus hacia la isla
Scombraria;
mar afuera, a todo trapo.
El rompeolas, castigado de mar y sol,
las ve pasar. Envidia tiene de su movilidad, de su libertad, de su
alma blanca. Los patrones cantan las órdenes, sienten la tensión,
la fuerza, el control de algo superior a través del timón. Hombres
que mantienen con firmeza esas velas, a veces desbocadas, agitadas; y
otras, como esta, preñadas de aire. Carros de Neptuno tirados por
hipocampos, que se baten en un circo de mar...
Tengo sueños para donar, sueños de
Cartagena, que un día fueron realidad. ¡¿Quién quiere un sueño?!
Lo quiero regalar. Sueño con la vela, la vela latina y el mar.
16/03/2017
Joaquín Campillo Villa
Justas
Literarias de San Ginés de la Jara Cartagena 2017. Tercer premio en
Prosa.
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