¡Buenos días! En Abril, relatos mil.
Estad muy atentos porque a partir de hoy vamos a compartir con vosotros algunos relatos premiados recientemente que los asistentes al Bazar de Letras de la Universidad Popular de Cartagena generosamente quieren compartir con todos los lectores. Sabemos que los disfrutaréis muchísimo.
Empezamos con "Cómo pesan los recuerdos", de Joaquín Campillo, que recibió el Accésit en el Certamen de las Jornadas Carmen Conde de Barrio Peral:
¡CÓMO PESAN LOS RECUERDOS!
Las
cosas se van consumiendo y los seres humanos también, pero en sus recuerdos.
Clara camina con una bolsa en cada
mano y el reuma en cada pierna. Pasos lentos y cansados por la acera estropeada
de la calle estrecha; edificios vestidos de Modernismo
recuerdan otros tiempos. Destaca un colegio de monjas, con fachada del estilo y
restaurada. El lugar, donde ella hacía alguna sustitución de maestra con los
párvulos; les enseñaba las algodonosas y suaves palabras de una cartilla. Complemento
necesario al triste jornal que su esposo ganaba en el astillero. Entra en el portal de su vivienda, con aromas
de húmeda historia, otra vez tiene que enfrentarse a la tirana escalera, que la
martiriza peldaño a peldaño. Una vez en
su casa, consuela su fatiga con la butaca que hay junto al mirador. Ella y su
gato entablan un diálogo visual con las palomas y alguna atrevida gaviota, que
se posan en los balcones. En la mesita, junto al sofá, siempre presente una
foto con su marido, cuando se conocieron en Orihuela; un día, casi llegada la
primavera, en un evento de poetas y escritores. Y su mente camina hacia las
vivencias pasadas: "La afición por lo literario inculcada por su padre,
que la llevaba a todos los acontecimientos de esta índole. Él leía para
distraerse, en las largas esperas a su dueño y señor, sentado al volante del
vehículo de un rico terrateniente, que le prestaba los libros, le pagaba un
sueldo como chofer y a su mujer como cocinera.
Una tarde de marzo, una poetisa
cartagenera daba una conferencia para homenajear a tres escritores oriolanos y
uno unionense. Un joven se acercó a ellos, situándose al lado de su padre,
entabló conversación, les mostró una hoja de papel donde tenía escritos unos
versos de Miguel Hernández y... ahí empezó todo: un corto noviazgo, porque él tenía
trabajo en el astillero de Cartagena, luego la boda, el cambio de ciudad; tan
distinto todo. Andando el tiempo, los
hijos no venían, pero lo que vino fue la afiliación de su consorte a un
sindicato, clandestino en aquella época, que alteró la vida de Clara; noches de
espera e intranquilidad. Dejaron de asistir
a reuniones literarias y ella se quedaba en casa, retorciendo la preocupación
en su interior, mientras sus manos tejían sin parar hasta que sonaban sus pasos,
como voces de sosiego, en la escalera. Otras veces, los golpes del llamador
atronaban en el silencio de la noche, y el sereno le avisaba de que estaba
detenido en la comisaría de Policía. Allí, aguardaba para ser identificado, con
algunos hematomas dibujados en la cara y en el cuerpo. Y Clara se guardaba las lágrimas, por el
camino de regreso le consolaba con poemas de su agrado. Mil veces le pidió que
dejara el sindicato y volviera a la literatura. La respuesta siempre era la
misma: " Mujer, mis palabras componen versos de la poesía que defiende al
necesitado, para darles más pan a sus mesas y más descanso a sus cuerpos". Y llegó su fin, una noche al salir de una
reunión encubierta, en el barrio del Molinete, dos matones, llenos de alcohol
sus estómagos y de billetes los bolsillos, hundieron sus aceros en el cuerpo
del oriolano."
El gato salta al regazo de Clara y la distrae
de sus recuerdos. Una paloma blanca se ha posado en el alféizar de la ventana.
Un día, siendo novios, él le regaló un par de pichones del mismo color. Y el
tornado de recuerdos vuelve al momento en que se conocieron, la conferencia de
Carmen Conde. Mientras se miraban, la poetisa decía: "Miguel, te conocí
junto a este río / los ojos en azul desmesurado..."
Lágrimas, digeridas, corren en las mejillas de
Clara, por la añoranza del compañero perdido, por la soledad, por la
infertilidad, por el peso de los recuerdos; porque, su marido, también se
llamaba Miguel. Sus ojos eran como el cielo, su risa alegre, sonora como el
agua del río cuando salta entre las rocas. Y su piel no perdió el olor del
azahar, como cuando trajinaba entre naranjos de la Vega Baja... Clara coge la
hoja de papel con los versos de Miguel Hernández, que aquella tarde su
compañero le regaló; la letra borrosa, difusa a causa del humor de sus ojos, y,
entonces, por milésima vez lee:
« [...] Fatiga tanto andar la arena
descorazonadora
de un desierto,
tanto vivir en la ciudad de un puerto
si el corazón de barcos no se llena. [...] »
Ahora, el papel reposa sobre su
pecho, junto a los suspiros. En el balcón hay dos palomas blancas, que
atraviesan el cristal con su mirada. Ella piensa que Miguel le manda una señal,
un recuerdo, un mensaje: "¡Aquí estoy esperándote!" Las aves levantan
el vuelo y Clara vuelve la mirada hacia la calle, unos gritos, unas risas
alteran su ensueño; los niños salen del colegio.
20/02/2017
Joaquín Campillo Villa
Accésit literario. Jornadas Carmen
Conde2017. B. º Peral-Cartagena
Que pena que sólo haya un primer premio. Este escrito es muy digno de serlo. ¡Felicidades Joaquín y gracias por compartirlo.
ResponderEliminar