28 diciembre 2019

Queridos amigos, este año se acaba y no es ninguna inocentada. Parece increíble pero el 20 ya está a la vuelta de la esquina. Afortunadamente, nuestros amigos del Bazar de Letras siguen compartiendo con nosotros sus relatos que tanto nos ayudan a superar el vértigo de la velocidad con la que vuelan las hojas del calendario. Hoy ha sido Pilar Galindo quien nos presenta esta bala de plata. ¡Nos vemos el año que viene!




La  bala de plata

“Cuando el río suena, agua lleva”

Viajaba en tren a La Coruña, anochecía. El único pasajero, además de mí, que ocupaba el  vagón en  esos momentos, dejó con rabia el periódico en el que estaba enfrascado y dijo:   "¡No hay justicia en  el mundo!  Estos mandamases omnipotentes, que saquean a sus pueblos, lejos de pagar sus desafueros,  se  refugian en alguna isla del Pacifico y… ¡a vivir de lo robado! No, en este mundo, no hay justicia."

-- Alguna vez se hace justicia aquí abajo. Yo doy fe de ello-- le contesté.

El hombre me miró ceñudo y sorprendido.

- No me diga…

- Puedo  demostrárselo, si quiere escucharme. No se trata de un caso de proyección pública, sino de una historia familiar, llegada a través de una persona de mi plena confianza.

- Tengo verdadera curiosidad por conocer esa excepción a la regla. Le escucho.

Y empecé  a contar:

“Demasiado temprano, entró en mis sueños “La danza del sable” y, hasta que identifiqué la melodía del móvil, me sentí preso de urgencias asfixiantes.

--¿Pasa algo, mamá, por qué llamas tan pronto?

--Hola, Jaime, tengo buenas noticias. Nieves está  aquí conmigo y quiere decirte algo.

--¿Mi hija?, balbuceé.

--Hola, papá…

Su voz temblaba en mi oído. Cuando calló, apoyando el teléfono contra el pecho, lloré y lloré, como si no hubiera llorado nunca y nunca más pudiera llorar.

Nieves me dijo que vendría a verme esa tarde. Hacía cuatro años que no la veía. Una vez  me dijo un amigo filósofo:

 --No humilles nunca a una mujer, una mujer despechada es más peligrosa que un rinoceronte herido.

Yo tenía una esposa, una hija, un hogar. Un día, sacudió mi vida un amor desbocado, que no me vi capaz de dominar. Después de un tiempo de mentiras y excusas, decidí que mi mujer no se merecía  la traición  y el engaño. Y le dije la verdad. Era cierto, ella no se merecía que le mintiera, pero tampoco estuvo a la altura de la verdad.  Irrumpió en  mi vida como un rinoceronte herido. Y  la destrozó. Aquí, me dije, una mujer despechada. 

¿Hubiera sido mejor seguir engañándola? ¿Cómo tenía que haber procedido para no humillarla? 

Para la separación yo quise un acuerdo amistoso, sobre todo, para no hacer daño a nuestra hija. En ese acuerdo amistoso, perdí todo cuanto podía perder, en cuanto a bienes materiales. Pero mi mujer no quedó satisfecha, así que intentó impedirme ver  a mi hija: no acudía a las horas de visita fijadas, si yo iba a recoger a la niña a casa, nunca estaba, tampoco me cogía el teléfono.

Al conocer mi abogado estos incumplimientos, lo denunció ante el Juzgado de Familia. Hubo de pasar bastante tiempo hasta que  la justicia nos dio la razón.  Cuando mi mujer, por sentencia judicial, se vio obligada a entregarme a la niña fines de semana alternos, entonces… Ella disparó su bala de plata: me acusó de “abusar" de mi hija. 

Me dejó fuera de juego  la maldad  de la que fue capaz mi mujer. ¿Era  su respuesta a mi abandono o siempre fue tan cruel? ¿Cómo era capaz de usar a nuestra hija para vengarse? 

Entre dudas y presumibles culpas, yo estaba destrozado. En ese estado anímico, mi amor desbocado se iba mustiando, como se mustian las flores el día después de la fiesta. Mi abogado me instó a decir la verdad y toda la verdad y, después de oírme, creyó en mi inocencia. 



Mi madre también me creyó.  Y nadie más. Mi mujer  había llegado con su  sucia acusación a mis amigos, a mis vecinos, a la familia.
Hablé  con mi hermano, pero ya su mujer había sido emponzoñada por  la mía  que, entre sollozos, le había contado lo que yo “le hacía” a la niña. Así que solo conseguí de él el beneficio de la duda. En la oficina, la gente  callaba  al  llegar yo. En el casino, los corrillos se deshacían a mi entrada.

Mi abogado me tranquilizaba—no tienen pruebas, Jaime, vamos a ganar—Tuvo razón, el asunto fue sobreseído por falta de pruebas. Pero  nada cambió, seguí viviendo bajo sospecha. El agua derramada  no puede recogerse.

Fue mi madre quien me aconsejó que me fuera por un tiempo. Que pusiera distancia. Conseguí que me destinaran, con urgencia, a otra sucursal  y, en apenas un mes, me encontré exiliado en esta ciudad,  donde llueve a diario, todo lo contrario que en la tierra que tuve que dejar.

He vivido aquí tres años, como un  sonámbulo que camina dormido, vive entre sueños y sueña con despertar. Solo mantenía contacto con mi abogado y con  mi madre.  Ella me daba noticias de mi hija. También supe por ella que mi  exmujer tenía pareja.

El anuncio de que mi niña llegaba dentro de unas horas  me puso en movimiento: limpié  la casa, llené el frigorífico, compré flores para festejar a mi hija.

La vi bajar del tren, al lado de mi madre, busqué en ella a la niña de cinco añitos que me arrebataron y pensé que nadie podría resarcirme por el tiempo perdido.

Después de los abrazos y las lágrimas, interrogué a mi madre. 

--¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué habéis venido?

--Nieves quiere vivir contigo. Tendrás que pedir el cambio de custodia.

No podía ser cierto…

--¿Tú quieres…? Pero, ¿por  qué?

- Vamos, Nieves, díselo - la urgió mi madre.

En un murmullo apenas audible, la niña dijo:

--Él me ha hecho lo  que mamá dijo que tú me hacías cuando yo era pequeña.    

Casi ahogado, pregunté:

--¿Quién es él?

--El  novio de mamá. 

Los tres callamos, como asustados por el estruendo de las palabras de Nieves. Miré a mi hija y dije muy despacio:

--Pero, yo nunca te hice nada.

--Él sí.

La voz de mi niña parecía venir de lejos y era muy triste. Solo pude acunarla entre mis brazos, para que nada más la rozara.

No fue cosa de un día, pero conseguí  la custodia de mi hija. Tengo otra vez un hogar y una hija. Entre los cientos de palabras que se almacenan en mi memoria,  referidos a este feo asunto, quiero destacar las que Nieves dijo a la psicóloga, que  la trató durante un tiempo:

- Mi madre lloraba contándole cosas a la tía. Yo no entendía de lo que hablaban. Solo recuerdo que la tía estaba asustada. 

- La primera vez, creí que el  novio de mamá me acariciaba…

- Luego  empecé a recordar… y entonces entendí aquellas palabras…"



--¿Hay o no hay justicia en la tierra?, pregunté a  mi compañero de viaje.

--En su caso, contestó, si no se tratara de un asunto tan sórdido, podría decirse que ha triunfado, una cierta justicia poética.


Pilar Galindo Salmerón