24 abril 2017

Buenos días,
Seguimos compartiendo relatos premiados de nuestros alumnos del Bazar de Letras de la Universidad Popular. Sueño con la vela latina de Joaquín Campillo recibió el Tercer Premio en Prosa en la edición 2017 de las Justas Literarias de San Ginés de la Jara.


SUEÑO CON LA VELA LATINA

Ese lienzo triangular envergado a la percha, que la diosa Isis creó. Amor en fusión, algodón y madera. En comunión permanente con el mástil y la embarcación, participa del abrazo del viento, que hincha su seno y la arrastra hacia donde el timón impone.
Agua salobre que la acompaña, salpica minúsculas perlas y adorna con su espuma. El azul del cielo, con broches de algodón, completa la preciosa imagen que rodea a la musa, a la beldad, a la vela latina... Eres como pincelada blanca sobre mar añil, verde, o gris; que la luz su color dispone. Paloma que revolotea con encaje de bolillo a sus pies, en este Mediterráneo de las ancianas culturas. Hasta en ríos, como el Nilo, has danzado y no sé, no sé si alcanzaste sus fuentes; si la embarcación no necesitara tanta agua en su correr.

En mi memoria has quedado para siempre, desde mi corta edad, cuando la conciencia y mis ojos te vieron flamear en una pequeña embarcación. Desde el cantil del muelle, asido a la mano de mi abuelo, recibiendo la primera lección de mar. Ese hombre mayor, que no llegó a ser anciano, porque se lo llevó la borrasca de la enfermedad. Llenaba su ocio como marinero que pilota cuadriga de madera, con tela y viento. Sobre un mar sumiso, que parece rendir pleitesía a las embarcaciones que acarician su lomo, como el jinete al de su caballo. Cuando la dolencia lo dejó en tierra, los días de regata, buscaba el mejor lugar para seguirla desde muelles, balcones con vistas al mar, donde llenar sus retinas y colmar, en parte, su deseo de navegar.

El domingo, un pequeño y destartalado tranvía nos lleva hacia el barrio más antiguo de la anciana Mastia: El barrio de los pescadores, del vidrio, de la industria con sabor a plomo y galena, de las muflas, de las cerámicas; que fue Villa y Condado de Santa Lucía. Nos apeamos del lento vehículo junto a un simbólico monumento: El Pinacho, respiradero de encauzadas aguas, que un día animaron fuentes, hidrataron bocas; por un paseo, que carece, de las delicias que su nombre alude. Una escalonada calle nos lleva a un lugar, frente a la pescadería. Varaderos y muelles complementan el entorno. Las embarcaciones de pesca parecen reposar de su duro trabajo, pero mantener las artes no tiene hora ni fecha. El suelo está cubierto de redes, donde hombres descalzos, sentados sobre ellas, cicatrizan con hilo las heridas que las mallas albergan; las que raptan del mar sus plateados seres. Ahora, mi abuelo zarandea mi brazo y exclama: "Mira al muelle, están aparejando los botes, esos, los grandes, los de cuarenta y dos palmos; en esos he participado en las regatas."
Le brilla la mirada, tiembla la mano con la que coge la mía; la voz entrecortada, nervioso, me dice: "¡Vamos al faro de la Curra, antes de que salgan!"



En ese camino, lleno mis ojos de nuevas imágenes, y nacen preguntas: "Abuelo, ¿este canal de qué es?" "Es la desembocadura de una rambla; viene del barranco de Orfeo, donde vamos a comer la mona, ¿te acuerdas?".
Más adelante, hay una pequeña dársena, 'Puerto piojo', donde las embarcaciones parece que bailan; y los golpes del agua, sobre sus costados, las animan en su danza. Un carabinero, que vigila la zona, gira la cabeza para mirar a los que pasan. Gotas de sudor, por la frente me resbalan y empapan la gorra blanca que cubre mi cabeza; vamos deprisa, camino del rompeolas a saciarnos la sed de vela y mar. Mi curiosidad infantil hace que, una vez más, afloren las preguntas: "Abuelo, ¿qué es aquello? Parecen esqueletos de barcos."
"Sí, es el astillero de los maestros Pinto y Cascales, donde carpinteros, calafates y otros artesanos construyen barcos de madera; para recreo, para pescar tesoros del mar que sacian nuestros estómagos, para transportar, en sus vientres, lo que en otros sitios reclaman."
Aquí, me inunda una gama de olores: El de la madera que sangra; la brea que la cubre; el fatídico humo de la fundición cercana, que me irrita la garganta; y el salobre del mar que acompaña a la brisa. Próximas a la atarazana, unas barracas comparten la playa, con arena que no es arena, sino excrementos de hornos, salidos de sus panzas. Arenas negras como noches viudas de luna; flores del vertedero de la factoría cercana. Unos bañistas, en las casetas de madera, cambian sus ropas por una prenda para el agua; allí refrescan su cuerpo, desconocen el riesgo de la hazaña.
Otra imagen sobresalta mi atención. Unos hombres, que salen de la fábrica, empujan unas pesadas carretillas sobre una vía. El torso desnudo, la piel tiznada y unos lingotes, que me dicen son de plomo, conforman su carga. Nos paramos a mirar, las vías cruzan la carretera, y un tren de sangre circula hasta llegar al embarcadero. "Es el muelle del plomo", mi abuelo manifiesta. "¿Y por qué algunos tumban la vagoneta?", digo. "Para ceder el paso a los que van cargados", me contesta.
A mí, me parecen esclavos de faraónica película, solo falta el látigo, fustigador de espaldas. Hombres, como velas cautivas, que impulsan una nave negra, que destilan pena y sudor... Solo con el consuelo, al dejar su carga, de mirar al mar. Y tomar el respiro de regreso, en vacío, a su Averno, donde funden el mineral que otros sacaron de las entrañas de la tierra, con parecido sufrimiento.

En nuestro camino, la brisa húmeda nos va envolviendo, parece que sabe de nuestros sudores y nos refresca. Un poco más adelante, me dice mi abuelo: "Aquí hubo un balneario, San Pedro del Mar, donde la gente con posibles, se holgaban en verano, se divertían y tomaban los baños, que debían ser reglados en número y tiempo; eso decían. Nosotros no seguíamos norma alguna, nos bañábamos, en el mar, siempre que podíamos."
Por el espigón de La Curra, aceleramos el paso, miramos hacía la dársena y vemos que los botes se van ordenando. Todos preparados porque, en breve, silbará el vapor, darán la salida. Y llegamos a la base del faro, nuestra meta, nuestro mirador privilegiado. Ya vienen las embarcaciones, buscan con su proa el favorecedor viento. Mi abuelo se ilusiona, se llena de alegría, cuando ve a su favorito, en el que un día navegó, y me dice: "¡Mira nene, el Joven Vicenta, qué porte tiene, cómo navega!"
Ya salen los botes por la bocana. Los faros, vigilantes, saludan erguidos, estáticos, a la legión que pasa. Y mi ensueño vuela como una gaviota, me enredo en sus mástiles, en sus cubiertas me siento, con la tripulación me enrolo y me implico en su briega. Esas velas latinas, como cuchillos, cortan el viento, desde el Namnatius portus hacia la isla Scombraria; mar afuera, a todo trapo.
El rompeolas, castigado de mar y sol, las ve pasar. Envidia tiene de su movilidad, de su libertad, de su alma blanca. Los patrones cantan las órdenes, sienten la tensión, la fuerza, el control de algo superior a través del timón. Hombres que mantienen con firmeza esas velas, a veces desbocadas, agitadas; y otras, como esta, preñadas de aire. Carros de Neptuno tirados por hipocampos, que se baten en un circo de mar...

Tengo sueños para donar, sueños de Cartagena, que un día fueron realidad. ¡¿Quién quiere un sueño?! Lo quiero regalar. Sueño con la vela, la vela latina y el mar.

16/03/2017
Joaquín Campillo Villa

Justas Literarias de San Ginés de la Jara Cartagena 2017. Tercer premio en Prosa.

18 abril 2017

Buen día a todos,


Seguro que habéis tenido tiempo estos días para escribir y para leer. Esperamos que hayáis disfrutado muchísimo de los días libres. Retomamos hoy esta maravillosa costumbre que tenemos de compartir con vosotros los relatos premiados de nuestros alumnos del Bazar de Letras de la Universidad Popular. Hoy es el turno de Pilar Galindo y El Poeta y la Gitana.


Primer Premio  del Certamen Literario Jornadas Carmen Conde de Barrio Peral, 2017. 

Miguel, te conocí junto a este río
Los ojos de un azul desmesurado


El poeta y la gitana

Lo conocí junto al río. Empezaba a hacer calor, del cauce subía un vaho tibio y ácido. Era apenas un hombre, casi un muchacho era. Colgada del hombro la chaqueta ligera y subidas las mangas de la camisa, caminaba junto a una pareja, les hablaba del paisaje que amaba: su Orihuela, el descenso moroso del río Segura No me llegaban las palabras, pero movía las manos señalando el agua, las orillas verdes, los altos azules, las nubes…todo lo abarcaba con sus ojos deslumbrados, como si fuese suyo y lo entregara a sus amigos en un gesto generoso y risueño. Era nada más que un muchacho. Yo no quería ver su sombra contra las piedras. Por eso lo miré a los ojos, muy azules. y le ofrecí un ramo de albahaca. Fue a echar mano al bolsillo — te lo regalo, buen mozo, para que te de suerte— Él lo acarició, con los ojos cerrados lo olió y lo puso en el ojal de la solapa. No dijo nada, pero me sonrío y entonces, sin querer, miré su sombra sobre las piedras. Fue un instante y me dio tanto frío…que lo quise olvidar.

Me llamo Angustias y soy gitana. Mi madre dice que tengo un don… Es que nací azul, con el cordón atado al cuello, morada, muerta. Ya no contaban conmigo cuando chillé tan fuerte, que se asustó hasta la comadre — esta niña tendrá gracia, estuvo en el Otro Lado y ha vuelto— Maldito el don que me deja ver la desgracia ajena y no me permite remediarla. Maldito sea.
Volví a ver al hombre que enseñaba su río a unos amigos, allá por Orihuela. Yo he venido a ver el mar. El Mar Menor. Él también. No, no es casualidad. Está de Dios que yo vea su destino. Ese es mi don.
Era apenas un hombre, casi un muchacho era. Paseaba con la pareja de antes, eran tres amigos que hablaban y se decían sus recónditos sueños. Los envolvía el atardecer lento y malva de estas tierras, de este mar. Hablaban, se quitaban la palabra el uno al otro.


  • ¿Te acuerdas, Miguel, del Molino del Tío Poli?
  • Claro, ese Molino abierto en ocho alas
  • Carmen, mira qué luna tan pálida, se destiñe entre nubes.
  • ¡Ay, mi Perito en Lunas! A ver, Antonio, ¿tienes papel? , que se le va la musa a nuestro poeta.
Y reían los tres de cara al mar, de cara a la esperanza y al futuro.
Sin embargo, yo lo vi sin querer verlo; el muchacho al que di mi ramito de albahaca, para atraer la buena suerte, llevaba encima un halo negro de oscura oscuridad.

Pasó el tiempo, pasó un cacho de vida. Esa noche, soñé con unos ojos desconsolados y azules. Luego lo supe, lo decía la tristeza de la aurora.
Con la sangre vendrá el llanto y con el llanto, la muerte.
Soñé con tus ojos, Miguel, tus ojos de un azul desmesurado. Los ojos muertos del poeta.

05 abril 2017

Y como es miércoles, nos apetece otro relato de Basilio Jorquera, del Bazar de Letras del Centro Cultural. Este resumen del desamor con narrador protagonista unisex fue premiado la semana pasada en el Certamen de Relato, Poesía y Microrrelato que organizamos desde la Universidad Popular.


ANTES DEL ODIO
Me molestan tus andares cuando cruzas una calle o cuando te encaminas hacia mí. Me molesta la forma que tienes de coger el cuchillo y el tenedor para llevarte la comida hacia la boca. Me molesta que suspires a mi lado cuando estamos viendo una peli en el sofá de casa, un domingo por la noche. Me molesta tu respiración cuando cierro los ojos, cuerpo con cuerpo, e intento dormir tras un día agotador. Me molestan tus disertaciones sobre política cuando coincidimos a la hora de la cena y compartimos viandas, televisión, mesa y mantel. Me molesta que eches primero el azúcar a la taza, previo paso de echarte el café con leche, todas las mañanas, antes de que siquiera haya empezado el día. Me molesta el ademán que haces para sacar el tabaco del bolsillo, poner el cigarrillo en la boca, encenderlo y guiñar un ojo para darle la primera calada. Me molesta que te moleste que le dé un euro a cada gorrilla que me voy encontrando por las calles de esta ciudad. Me molesta que mires la hora del reloj, para controlar el tiempo, cuando entramos en un concierto, en el teatro o en el cine. Me molesta que no hagas tú la cata del vino, y delegues en mí, cuando lo pedimos en un restaurante. Me molesta la forma diplomática que tienes de no pagarle el periódico el domingo al del quiosco, para abonárselo al martes siguiente. Manías que tengo, es la excusa que me pones cuando te pregunto por qué lo haces. Me molesta que no te gusten los chiquillos, que no te enternezcan, que los veas como un mal menor por el que tienen que pasar todas las parejas para consolidar su relación. O para dar a entender a los demás que al tenerlos, ya son una pareja estable. Me molesta que te eches uno tras otro, sin parar, los cacahuetes a la boca cuando nos los ponen al pedir una cerveza en una terraza del centro. Me molesta que te hurgues la boca con un palillo cuando se te queda alguna hebra de carne entre los dientes, después de haberte comido un solomillo. Me molesta que prefieras los tenis a las chanclas en pleno mes de agosto. No te das cuenta de que te huelen los pies, cari. Me molesta que no me beses de la forma en que lo hacías antes cada vez que nos despedíamos, si no nos íbamos a ver durante un cierto tiempo. Me molesta que no recojas la fregaza por la noche y lo dejes para el día siguiente. Mañana será otro día, dices con una frase que ya has convertido en letanía. Me molesta que te quedes durmiendo con la radio puesta y no pienses un poco en mí y te pongas el pinganillo para preservar mi sueño y mi descanso. Me molesta que prefieras abrir las ventanas a poner el aire acondicionado cuando cae a plomo la canícula en pleno mes de agosto. Me molesta que te rías más con los sketch de Mota que con los de Faemino y Cansado. Me molesta incluso el ruido que haces al vivir. Pero lo que más me molesta es que el ardor en nuestra relación se vaya apagando como un incendio al que sorprende una lluvia de verano y ya, no podamos hacer nada para evitarlo.


04 abril 2017

Seguimos disfrutando con los relatos premiados de nuestros alumnos. 

En esta ocasión, este relato que pone nuestro mundo patas arriba y que fue premiado en el Certamen Alzabara de la Asociación de Mujeres de La Vaguada, es de Basilio Jorquera del Bazar del Centro Cultural. Esperamos que lo disfrutéis a sorbitos.


                                                   LA PÓCIMA

            Veía luces de colores, perros lazarillos y gatos afelpados que vuelan y pájaros con alas grandes corriendo; tigres y leones a los pies de sus amos amaestrados y amansedumbrados; niños con traje y corbata atados a sus iphone controlando la anárquica bolsa y el famoso ibex-35; bebés satisfechos   dándoles el pecho a sus madres dependientes; felices borrachos que conducen autobuses  y trenes repletos a rebosar de gente insatisfecha que se reúnen a las siete de la mañana, como robots, para ir a trabajar a frías naves industriales, los más desgraciados y, enormes despachos con ordenadores, los más afortunados. Ladrones de guante blanco practicando running detrás de policías drogados, y políticos inmaculados investigando a presuntos jueces corruptos. Psiquiatras medio groguis empastillados todo el día y enfermos mentales de viaje a Cancún, tostados y hartos de tequila sunrise y mojitos, ligando con morenicas pechugonas y culonas dispuestas a todo.
            Veía geriátricos atestados de monjas quinceañeras alimentadas y cuidadas por punkies, siniestros y rockers sesentones. Marroquís y ecuatorianos trabajando para grandes y solventes bancos dándole crédito a caucásicos ávidos de dinero para mantener a familias numerosas  desestructuradas. Enormes estadios atiborrados de analfabestias para presenciar campeonatos de ajedrez a diez bandas. Filas interminables de coches de alta gama haciendo cola para pillar un bocata de tortilla española y una Casera con vino peleón Don Simón.  Famosos presentadores televisivos sentados en sus programas entreteniéndose viendo a gente anónima como leen a Eduardo Mendoza o Pérez Reverte, Platón o Santa Teresa. Conciertos de flauta, piano y guitarra en salas con raperos nerviosos y niñas devotas del reggaetón.
            Veía a ricos y poderosos rebuscando, con un palo, en los contenedores de basura, y pobres de solemnidad tomando whisky caro en salones aterciopelados, discutiendo de alta política y hablando de prósperos y suculentos negocios. Vacas, pollos y terneros despellejando humanos para dárselos de comer a sus hambrientos semejantes. Valles, campos y montes boscosos dejando su podredumbre en todas y cada una de nuestras lujosas y límpidas casas. Mares, ríos y lagunas calmas como balsas de aceite repletas de peces y animales acuáticos varios, tomando conciencia de su lugar en el mundo y en la madre Gaia.
            Solamente una vez  tomé una dosis de poción mágica, y mira lo que vi.




01 abril 2017


Para los amantes del mar, para los amantes de la Literatura, para los amantes...
Este relato de Milagros Márquez, del Bazar del Centro Cultural, ha merecido el Primer Premio en Prosa en las Justas de San Ginés. A ver qué os parece a vosotras.


ELLA Y EL MAR   

Ella estaba allí, en esa playa del Mediterráneo, como el faro, la arena, las rocas o el mar. De él se sabía todos sus azules, verdes o grises y estos colores se reflejaban en sus ojos acariciadores y tristes. Hacía años que se consideraba parte del paisaje.
Desde que perdió a su compañero, refugió su dolor en la casa de la playa, ¡Habían sido allí tan felices…! ¡Tenían tantos proyectos en los que participaba ese mar…!
La casa era una especie de torreón antiguo, que poco a poco, con paciencia y cariño habían convertido en su hogar. A la ciudad iban solo por trabajo, atrás habían quedado las reuniones interminables, el ajetreo del trafico, el rugido de la gran ciudad,  que te ofrecía mensajes engañosos para hacerte su esclavo.
Ahora el mar era su compañero, ya nunca estaría sola. Era un ser vivo que se movía, hablaba y algunas tardes de otoño, rugía, pero no le tenía miedo. Él le trajo nuevos amigos, como la gaviota, a la que veía venir entre los grises del atardecer, y que después de revolotear, se posaba a su lado en la arena, para contarle alguna historia de  sus muchos y largos viajes por las costas de ese mar. Historias de amor y de muerte, de trabajo y de placer. Ella las escuchaba agradecida. Esos relatos llenaban un poco, el  hueco vacío que le hacía las veces de corazón. Un corazón que empezó a morir el día que ocurrió el accidente.
El mar también le trajo otros amigos, caracolas, chapinas, plantas que después de un fuerte levante quedaban varadas en la playa, como restos de un naufragio. Las ponía a secar, haciendo con ellas verdaderas obras de arte, que distribuía en jarrones por toda su casa.
Pensaba que  lo que le traían las olas, antes habían sido seres vivos, y ahora sólo eran bellos recuerdos, igual que nos ocurre a los humanos, cuando después de la muerte, nos instalamos en el pensamiento de las personas que nos han querido.
Las caracolas las pintaba de colores y las metía en frascos de todos los tamaños. La casa estaba llena de ellos. Cuando se sentaba a mirarlos, se las imaginaba vivas, atravesando las aguas y llegando a otras tierras del mismo mar, con hombres distintos, distintas costumbres, pero con las mismas ansias de amar y ser felices.
Por las noches, desde la torre, veía los grandes barcos pasar a lo lejos con sus luces encendidas  que anunciaban fiesta y  también el débil parpadeo de los barcos de pesca que faenaban cerca de la costa.
Todo se mezclaba en ese mar, diversión, trabajo, y también la angustia de no saber si el frágil barquichuelo, en el que habían puesto tantas esperanzas, llegaría a tierras acogedoras y en paz, o si por el contrario sería engañado como Ulises y lo llevaría al fondo de ese cementerio azul, donde está escrita la historia de tantos siglos.
Le gustaba ver sus amaneceres, al principio volvían los grises del ocaso, luego despacio, una pequeña luz se iba abriendo paso por el horizonte hasta que como un estallido el gran astro emergía  de la superficie del agua, devolviendo la vida al planeta. Pensaba que siempre habría un nuevo amanecer, también en la vida. Ella lo estaba intentando  desde esa casa y esa playa cargada de recuerdos.


¡Cuantas historias habían pasado en ese mar eterno! Le gustaba mirarlo. Él saciaba su sed de aventuras, siempre pospuestas. Toda una vida soñando pero anclada en tierra. Ahora ya, poco importaba. Ya no había con quien compartirlas. Sólo quedaban recuerdos que le hablaban de  otro tiempo en el que había sido muy feliz, había amado y había sido amada, con la intensidad de una tormenta de otoño, con la entrega de la arena, dejándose llevar por las olas, siempre nuevas y siempre iguales. Esa había sido su historia de amor. Sentada en la playa encontraba a su compañero en el espíritu de esa gaviota, diciéndole,  que no se había ido, que siempre estarían juntos, y que algún día podrían surcar ese mar en busca de las aventuras soñadas.
Llegó un día en el que ya no pudo bajar de la torre. Sentada junto a la ventana, veía el mismo paisaje, pero no lo sentía cerca, le faltaba ese olor a sal y algas, ese ruido sordo y constante de las olas que la adormecían y atenuaban su dolor. Veía pasar las gaviotas y entre ellas buscaba a su amiga, la que se le acercaba en la playa sin temor y no la encontraba
Las luces de las noches, se hicieron más débiles, convirtiéndose en puntos brillantes en la lejanía, que se confundían con las estrellas.
Desde la torre disfrutaba mirándolas ¡Qué maravilla el cielo de ese mar! Parecía un gran manto bordado con caprichosos dibujos: Allí un arquero, mas allá unos peces o un carro con una estrella brillante que siempre señalaba el norte.  Eran las mismas que habían guiado a tantos navegantes a la gloria o al infortunio.
Los días se sucedían con una monotonía insoportable, solo la despertaba de su duermevela, la luz verdosa del faro, avisando a los navegantes, de los peligros que ese mar tranquilo tenía en sus entrañas.
Un atardecer de verano, con el mar en calma, el sol destilando fuego y pintando con rayas de sangre el mar, llego la gaviota a la ventana. Ella sabía muy bien a lo que venía. ¡La había esperado tanto tiempo…! En sus días de desesperación, llego a pensar que la había olvidado .Que la había dejado, sola varada en tierra, como esos barcos destrozados que antes veía en sus paseos al atardecer, por los senderos que rodean el faro.

Esa noche su espíritu y el de la gaviota, se unieron formando un solo aliento. Y ella y su amado, cruzaron juntos ese querido mar, en busca de todas las aventuras soñadas  durante sus vidas en la tierra.

Milagros Márquez Pascual.

¡Buenos días! En Abril, relatos mil. 


Estad muy atentos porque a partir de hoy vamos a compartir con vosotros algunos relatos premiados recientemente que los asistentes al Bazar de Letras de la Universidad Popular de Cartagena generosamente quieren compartir con todos los lectores. Sabemos que los disfrutaréis muchísimo.


Empezamos con "Cómo pesan los recuerdos", de Joaquín Campillo, que recibió el Accésit en el Certamen de las Jornadas Carmen Conde de Barrio Peral:


¡CÓMO PESAN LOS RECUERDOS!
Las cosas se van consumiendo y los seres humanos también, pero en sus recuerdos.
            Clara camina con una bolsa en cada mano y el reuma en cada pierna. Pasos lentos y cansados por la acera estropeada de la calle estrecha; edificios vestidos de Modernismo recuerdan otros tiempos. Destaca un colegio de monjas, con fachada del estilo y restaurada. El lugar, donde ella hacía alguna sustitución de maestra con los párvulos; les enseñaba las algodonosas y suaves palabras de una cartilla. Complemento necesario al triste jornal que su esposo ganaba en el astillero.  Entra en el portal de su vivienda, con aromas de húmeda historia, otra vez tiene que enfrentarse a la tirana escalera, que la martiriza peldaño a peldaño.  Una vez en su casa, consuela su fatiga con la butaca que hay junto al mirador. Ella y su gato entablan un diálogo visual con las palomas y alguna atrevida gaviota, que se posan en los balcones. En la mesita, junto al sofá, siempre presente una foto con su marido, cuando se conocieron en Orihuela; un día, casi llegada la primavera, en un evento de poetas y escritores. Y su mente camina hacia las vivencias pasadas: "La afición por lo literario inculcada por su padre, que la llevaba a todos los acontecimientos de esta índole. Él leía para distraerse, en las largas esperas a su dueño y señor, sentado al volante del vehículo de un rico terrateniente, que le prestaba los libros, le pagaba un sueldo como chofer y a su mujer como cocinera.
            Una tarde de marzo, una poetisa cartagenera daba una conferencia para homenajear a tres escritores oriolanos y uno unionense. Un joven se acercó a ellos, situándose al lado de su padre, entabló conversación, les mostró una hoja de papel donde tenía escritos unos versos de Miguel Hernández y... ahí empezó todo: un corto noviazgo, porque él tenía trabajo en el astillero de Cartagena, luego la boda, el cambio de ciudad; tan distinto todo.  Andando el tiempo, los hijos no venían, pero lo que vino fue la afiliación de su consorte a un sindicato, clandestino en aquella época, que alteró la vida de Clara; noches de espera e intranquilidad.  Dejaron de asistir a reuniones literarias y ella se quedaba en casa, retorciendo la preocupación en su interior, mientras sus manos tejían sin parar hasta que sonaban sus pasos, como voces de sosiego, en la escalera. Otras veces, los golpes del llamador atronaban en el silencio de la noche, y el sereno le avisaba de que estaba detenido en la comisaría de Policía. Allí, aguardaba para ser identificado, con algunos hematomas dibujados en la cara y en el cuerpo.  Y Clara se guardaba las lágrimas, por el camino de regreso le consolaba con poemas de su agrado. Mil veces le pidió que dejara el sindicato y volviera a la literatura. La respuesta siempre era la misma: " Mujer, mis palabras componen versos de la poesía que defiende al necesitado, para darles más pan a sus mesas y más descanso a sus cuerpos".  Y llegó su fin, una noche al salir de una reunión encubierta, en el barrio del Molinete, dos matones, llenos de alcohol sus estómagos y de billetes los bolsillos, hundieron sus aceros en el cuerpo del oriolano."
             El gato salta al regazo de Clara y la distrae de sus recuerdos. Una paloma blanca se ha posado en el alféizar de la ventana. Un día, siendo novios, él le regaló un par de pichones del mismo color. Y el tornado de recuerdos vuelve al momento en que se conocieron, la conferencia de Carmen Conde. Mientras se miraban, la poetisa decía: "Miguel, te conocí junto a este río / los ojos en azul desmesurado..."
             Lágrimas, digeridas, corren en las mejillas de Clara, por la añoranza del compañero perdido, por la soledad, por la infertilidad, por el peso de los recuerdos; porque, su marido, también se llamaba Miguel. Sus ojos eran como el cielo, su risa alegre, sonora como el agua del río cuando salta entre las rocas. Y su piel no perdió el olor del azahar, como cuando trajinaba entre naranjos de la Vega Baja... Clara coge la hoja de papel con los versos de Miguel Hernández, que aquella tarde su compañero le regaló; la letra borrosa, difusa a causa del humor de sus ojos, y, entonces, por milésima vez lee:

« [...] Fatiga tanto andar la arena
         descorazonadora de un desierto,
         tanto vivir en la ciudad de un puerto
         si el corazón de barcos no se llena. [...] »
           
            Ahora, el papel reposa sobre su pecho, junto a los suspiros. En el balcón hay dos palomas blancas, que atraviesan el cristal con su mirada. Ella piensa que Miguel le manda una señal, un recuerdo, un mensaje: "¡Aquí estoy esperándote!" Las aves levantan el vuelo y Clara vuelve la mirada hacia la calle, unos gritos, unas risas alteran su ensueño; los niños salen del colegio.
             20/02/2017
Joaquín Campillo Villa                                                                  

Accésit literario. Jornadas Carmen Conde2017.  B. º Peral-Cartagena