15 octubre 2017

Soleado y tranquilo domingo de veroño. Horas y horas para dedicar a nuestra pasión. Aprovechemos para conocer un poco mejor la obra del flamante Nobel de Literatura 2017, de la mano de Carlos Franz:


Rendición incondicional
Carlos Franz
Kazuo Ishiguro es un autor a contrapelo de nuestra época: ha preferido la profundidad a la notoriedad y la delicadeza antes que el impacto. Ishiguro ha publicado sólo siete novelas caracterizadas por su equilibrio formal y la sutileza de sus tramas. Con estos antecedentes, sorprende que la Academia Sueca –tan errática como hambrienta de “modernidad”, últimamente– lo haya distinguido con el Premio Nobel de Literatura. Hay que celebrar este acierto.

La mejor novela de Ishiguro debe ser Un artista del mundo flotante. Su protagonista es Ono, un anciano pintor japonés que narra su vida en primera persona. Estamos a fines de los años cuarenta del siglo XX. Japón ha sido ocupado tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Ono, que había apoyado al régimen militarista japonés, vive su propia rendición incondicional. Deja de pintar, se retira y lo atormentan las culpas.
Ono se inició como un artista del “mundo flotante”. Así llamaban en Japón a la vida bohemia, la fiesta nocturna en tabernas y casas de geishas. El maestro de Ono le había enseñado a pintar esa intensa y fugaz felicidad que puede alcanzarse en el placer y la alegría festiva, porque “lo mejor en la vida […] se vive en una noche y desaparece con el día”.
Con perseverancia y talento Ono destacó dentro de esa escuela. Pero pronto ese arte de lo efímero le pareció decadente y superfluo. A fines de los veinte, influenciado por el nacionalismo que se imponía en Japón, Ono decidió abandonar aquel mundo flotante para pintar “obras verdaderamente trascendentes. Obras que aporten algo a nuestro pueblo, a nuestra nación”.
Esa pintura política llevó al protagonista de esta novela a la cumbre y también precipitó su desgracia. Fue elogiado por el gobierno y celebrado por el pueblo enfervorizado con los triunfos del Japón imperialista. Tuvo muchos discípulos a los cuales enrieló en el arte comprometido. Durante la guerra, ese mismo compromiso lo llevó a la propaganda patriótica. Y cuando el mejor de sus discípulos rechazó ese camino, Ono se creyó obligado a denunciarlo.
Tras la derrota de Japón, Ono nos dice que se siente culpable y que quisiera castigarse. El viejo pintor relata con notoria admiración el caso de un cantante popular que, sin ser un criminal de guerra, después de la derrota decidió suicidarse. Éste lo hizo para mostrar su arrepentimiento por haber escrito canciones patrióticas que animaban a los jóvenes a combatir y a morir.
Ono no es capaz de suicidarse. En cambio, aprovecha la ceremonia de compromiso matrimonial de su hija menor para culpabilizarse públicamente y reconocer su pasado.
Sin embargo, las personas que escuchan esa autoinculpación de Ono le dicen que exagera. Incluso los jóvenes, que responsabilizan a la generación anterior por el desastre sangriento de su país, se extrañan de esa autoincriminación de Ono. Su hija, Setsuko, le dice: “Nadie entendía muy bien qué pretendía usted” (con esa confesión).
Además, Setsuko le aconseja a su padre no compararse con aquel cantante que se suicidó para hacerse perdonar. “Por lo que he oído las canciones del señor Neguchi se hicieron muy famosas […] durante la guerra.” En cambio, Setsuko duda de que su padre fuera tan famoso y por eso le pregunta: “¿Qué influencia pudo tener su obra?”.
Esa pregunta sorprende a Ono y a nosotros, los lectores de su relato. A lo largo de la novela Ono nos ha repetido que él no era muy consciente de la gran influencia que llegó a tener antes de la guerra. También nos advierte que su memoria avejentada podría traicionarlo.
Tras esa escena los lectores que sopesamos aquellas sutiles advertencias quedamos en una disyuntiva. Es posible que, en efecto, Ono sienta una noble necesidad de responsabilizarse y ser castigado por su colaboracionismo con un régimen nefasto. Ésta ha sido la interpretación política estándar para la novela de Ishiguro. 
Pero también es posible que la autoinculpación de Ono provenga de una sofisticada soberbia. Quizás Ono desea ser culpado ya que esto significaría un reconocimiento –aunque perverso– de la importancia que quiso tener en el destino de su país. Tal vez, Ono exagera su responsabilidad para darse relevancia, para no admitir que su vida fue tan superflua como aquel “mundo flotante” que alguna vez intentó superar. En este caso, la rendición incondicional de Ono podría ser una forma de orgullo.
Prodigio de ambigüedad, el relato en primera persona del viejo pintor nos desaconseja escoger sólo una de esas interpretaciones. Todas ellas integran la rica aleación entre claridad y misterio que caracteriza esta novela de Ishiguro.
En la antigua ceremonia japonesa del té se emplean unos recipientes de cerámica (chawan) cuya belleza consiste en su armoniosa irregularidad. El artesano consigue que las fallas del recipiente sean parte de su refinamiento. 
La obra de Kazuo Ishiguro alcanza, también, esa rara perfección.

09 octubre 2017

¿Qué hemos leído este verano? Carmen Mengual del Bazar del Centro Cultural comparte con nosotros su respuesta:

El otro día se preguntó en el taller sobre las lecturas que habíamos tenido a lo largo del verano y no mencione ninguna. Mi gran problema es que leo demasiado, leo muy rápido, si me gusta, leo a toda velocidad, aunque al acercarme al final reduzco el tiempo al mínimo para que no se acabe el libro. Si no me gusta, no tengo ningún empacho en dejarlo a medias sin interesarme como termina aquello.
Al volver a casa el miércoles revisé los títulos leídos desde Junio a Septiembre y ahí van:
Comencé con Patria, iniciado en el taller antes de ser conocido por la gran masa de lectores del verano. También me leí El diario de Gordon, del mismo autor pero diferente por completo, un disparate tras otro.


Seguí con los que eran “de obligado cumplimiento” por las editoriales: Falcó y El asesinato de Sócrates. De ambos ya está todo dicho.
Continué con algunos de temática histórica porque siempre me descubren aspectos desconocidos u olvidados: La princesa viuda. Catalina de Aragón, El rey pequeño y El manuscrito de piedra.


Llegado el calor del verano me dedique a leer cosas más livianas, algunas interesantes, otras divertidas y la mayoría intrascendentes: La mujer del camarote 10, El editor indiscreto, El extraño caso de Tom Harvey, La pareja de al lado, Invitación a un asesinato, Tormenta de nieve y aroma de almendras.
Terminado el periodo de baños intento volver a cosas serias y he leído: De animales a dioses y Sapiens y en este momento estoy leyendo El cuento de la criada y tengo preparados para leer toda la obra del reciente premio Nobel y ¡por fin! 4 3 2 1 de Paul Auster.

P.D. No incluyo aquellos que nada más comenzar los olvidé por completo.

07 octubre 2017

Pero cómo nos gustan los fines de semana. Me diréis que tienen las mismas 48 horas que el lunes y el martes juntos, pero no. Son dos días especiales el sábado y el domingo porque nos dejan ocupar las horas con lo que más nos gusta: las letras, la lectura, el vuelo de la imaginación que salta página a página. Todos los minutos de estas 48 horas para escuchar la vida. (Gracias a Pilar Galindo)




Escuchando  la vida

El primer ruido de la vida es el grito de la mujer que expulsa al hijo de su vientre.  El segundo, el  llanto de la criatura.  Nacer entraña dolor.  

Muuua, muua…junto a las orejitas rosadas, muua, muua, en la barriguita tierna…Es el canturreo del amor, que trae  las primeras risas. El sonido de la felicidad.

Los rugidos del hambre: aúllan las tripas vacías de los que no tienen con qué llenarlas.
Si lo que no comen o vomitan, quienes  aman  la esbeltez por encima de la  cordura, fuera a parar a manos de los hambrientos reales, ¡qué banquetes se pegarían!

 Son tan educadas las voces de la sociedad: un besito volado en cada mejilla, unos buenos deseos que, por no serlo, siempre van acompañados de la palabra “sinceros”; unas sonrisas como rictus; unos golpecitos en la espalda, que no trasmiten calor…qué hipócrita, qué falso el bullicio social.

La cantinela de las plañideras, que lloran y gimen para escenificar el sufrimiento, no es autentico dolor.

El dolor que destroza el corazón, se guarda muy adentro. Las dentelladas de la tristeza quedan en los sótanos del alma. Al mundo se ofrece una afligida dignidad.  El ruido del dolor es el silencio.

Algo se ha quebrado… rodar de añicos, insultos que buscan herir, voces exigiendo la casa y las llaves del coche, mentiras gritadas para que parezcan verdades, llantos desgarrados, besos sin retorno,  crujido de camas  vacías…
Es el amor, que se ha roto. 

El mar y sus sones son la música de la vida. La que deseas, la que buscas cuando las cosas se ponen bordes. No hay nada, por grave que sea, que no alivie una caminata por la arena, unos pies descalzos que alcanzan las olas y ese susurro del mar que va y viene, llevándose tristezas, acarreando consuelos.

El viento, que hace chirriar todos los goznes, que desgaja ramas y  golpea rítmicamente las cosas contra el alma, es el ruido malo de la vida. Un rumor que asusta, que despierta las sombras del pasado y arranca murmullos a las almas  perdidas en la eternidad.

La vida debería terminar como termina un día cualquiera: un sol cansado de alumbrar que se marcha despacio a su cielo, mientras lo va pintando con  los colores que robó al arco iris. En silencio. En paz.
Así la muerte, como esa ola que se agota en la playa, que resbala hacía el vientre del mar, porque ya terminó su trabajo. Sin ruido. En silencio. En paz.

05 octubre 2017

Buenos días,
Esta semana han empezado las clases en los diferentes Bazares. Seguro que va a ser un curso lleno de lecturas interesantes y mucha creatividad.
Comparto con vosotros para empezar el relato que me ha mandado Milagros Márquez, del Bazar del Centro Cultural. Espero que os guste:


EL OLVIDO    
Amaneció gris la mañana, pero me daba igual. Estaba muy interesado en conocer la historia de aquella lápida. Además no tengo nada mejor que hacer, (beneficios de la jubilación).
Hace poco que vine a vivir a este pueblo tranquilo en las montañas de Asturias. Por las tardes salgo a dar largos paseos, entre prados de un verde tan intenso que parecen acuarelas,  las vacas pastando, guardan el equilibrio en las empinadas  laderas, las chimeneas de las casas, soltando al cielo el humo del hogar. Me gusta la naturaleza. No he sido nunca un urbanita al uso, solo ejercía de ello por necesidades del trabajo, pero al quedarme solo, la ciudad me asfixiaba, entonces decidí cumplir mi sueño. Y aquí estoy, con cuatro trastos y la mochila cargada de ilusión ante esta nueva vida.
Fue en uno de esos paseos, cuando, a lo lejos, llamaron mi atención, unos cipreses altos  que se ondulaban con la brisa, haciendo con sus ramas un siseo, que parecía reclamar mi presencia. Hacia allí encamine mis pasos, y mientras subía la colina apareció ante mis ojos un cementerio blanco. La luz del atardecer, al reflejarse en la piedra, le daba un aspecto singular, como una gran joya encerrada en un estuche verde. Rodeándolo había una bonita verja negra, limpia y brillante, como recién pintada.
Me adentré en uno de los paseos, que separaban las lápidas. El suelo era de hierba y parecía segada hacía poco, pues su olor aún perfumaba el aire. Había bancos de piedra que invitaban al descanso y a la meditación, todo era silencio y paz en aquel hermoso recinto.
Desde luego, pensé, en este pueblo cuidan bien a sus difuntos.
Paseaba disfrutando del atardecer, cuando sin darme cuenta, tropecé con un escalón que la hacía sobresalir entre las demás. Me quedé observándola, era más grande y estaba rodeada de una cadena. En uno de sus ángulos había una bola del mundo, con marcas en algunos países, al otro lado un banco a la sombra de un gran jazminero y en el centro la lápida. No había en ella ni nombre ni fecha alguna, solo una frase “NO ME OLVIDES” y a ambos lados, algunas estrofas de los mas bonitos poemas de amor que yo había leído nunca. Debajo solo una rosa, fresca, como recién cortada.
Me senté a descansar un momento, pensando en el mensaje: no me olvides. ¿Quien no tenia que olvidar a quién? ¿Se podía recordar en el más allá? ¿Le estaba pidiendo a su amor vivo que no lo olvidara o era al revés?
Volvía todas las tardes, con la esperanza de ver a alguien que me pudiera dar razón sobre el dueño de esa fosa, pero no tuve suerte.
Me quemaba la curiosidad. Una mañana al desayunar en el bar del pueblo, pensé que en estos sitios todo se habla, todo se comenta, allí me darían razón. Al preguntarle al camarero, me señaló a un joven que, sentado frente a la ventana, daba buena cuenta de unas suculentas tostadas.
Conversamos sobre el tema y quedamos en que ya me avisaría, pues la historia la entendería mejor sentado debajo del jazminero, con el silencio de telón de fondo y no mezclada con las conversaciones a voz en grito que tenían los clientes del bar.
Hoy es el día y aquí estoy contemplando esas letras negras, que son como un grito poderoso, sobresaliendo de todo lo demás.
Cuando llegó, me sonrió. Traía una rosa fresca en la mano, se sentó a mi lado y empezó a hablar.
"Fue un amor prohibido, un hombre viudo de mediana edad del pueblo y un joven que vino solo a hacer unos trabajos y aquí se quedó.
Nadie lo sospechó, fueron muy prudentes, sabían a lo que se exponían en aquella época. Se amaban de verdad y no querían que el otro sufriera el menosprecio de los vecinos.
El joven murió pronto y quiso que ese fuera su único epitafio. Su compañero venia todos los días con una rosa como esta. A veces yo también le acompañaba. Se pasaba horas esteras hablando solo, o al menos eso me parecía a mí, pero por la expresión de su rostro, era como si encontrara en su pensamiento, la otra mitad del diálogo.
Pasaron los años y nunca faltó la rosa. Hasta que un día desapareció. ¿Había olvidado el anciano? Sus recuerdos se fueron borrando sin que se diera cuenta, los estaba destruyendo la maldita enfermedad, que los iba tirando, poco a poco, por el sumidero de esa memoria dañada. Todos sus recuerdos, vivencias reales o fantasías que imaginaba sentado en este banco, todo desapareció de su cabeza. Se volvió un gran lienzo blanco, en el que volver a escribir la historia de otra vida. Pero eso no era posible. El tiempo se acabó.
Cuando falleció, la sociedad les concedió lo que les había negado tantos años, estar juntos.
A partir de ese día yo soy el que traigo la rosa. Me siento en el banco y le digo: Papa, te quiero, ya puedes descansar en paz."