04 octubre 2018

Buenos días, 

Hoy tenemos el placer de compartir con vosotros el relato ganador del Accésit del concurso de Cartagineses y Romanos. ¡Enhorabuena a su autora, Milagros Márquez del Bazar de Letras del Centro Cultural! 



LA NOCHE OSCURA

El atardecer caía sobre el Mediterráneo como gotas de sangre que se mantuvieran en la superficie sin disolverse. Poco a poco iban apareciendo los ocres en la tierra y los grises en el mar. Presagiaban una noche oscura, sin luna ni estrellas. Todas habían huido del cielo para no ser testigos de la sangrienta batalla que iba a tener lugar  en esa ciudad pequeña de cinco colinas, en el sureste de la península de los iberos.
Muchos años después, en otra noche oscura, la silueta de un anciano se recortaba sobre unas rocas en cierta playa al otro lado del mismo mar de la ciudad de las cinco colinas.
El anciano tejía en su memoria los recuerdos de aquella noche y aquella batalla. Si entramos en ella nos haremos con su historia.
Tenía entonces 15 años. Fueron los más felices de mi vida en esa preciosa ciudad, a la que el general Asdrúbal puso por nombre Qart Hadasht. Mi casa estaba en las faldas de una colina mirando al mar siempre azul. Mi padre era militar, llegó aquí con el general Aníbal para pactar con las tribus mastienas. Yo aun no había nacido. Esa tierra era rica en plomo, plata y otros minerales. También había mucho esparto y un campo que, aun siendo escaso en lluvias, era suficiente para abastecernos de vegetales y frutas.
Sí que teníamos siempre el miedo a los malditos romanos que habían montado su campamento a las afueras de la ciudad pero, cuando al atardecer bajaba con mis amigos a la playa a ver llegar los barcos de pesca, era tanta la paz y la belleza de sus puestas de sol tras las montañas, que no podía imaginar la guerra que se acercaba. Según los ancianos, a nosotros no nos llegaría. La ciudad estaba bien fortificada, las murallas eran altas y la laguna interior no tenía la suficiente profundidad para los pesados barcos romanos.
Eso pensaba yo la tarde en que vi llegar desde el mar una bandada de gaviotas capitaneadas por tres grandes pájaros negros. Se me encogió el corazón, era un mal presagio en el que no quería creer.
En los últimos meses había mucho movimiento en la ciudad y también rumores sobre una guerra inminente. Según los romanos, habíamos incumplido no se qué pacto y eso les daba derecho a atacarnos.                                   
Aquella aciaga noche nos quedamos en la playa, mis amigos y yo, un poco más de lo acostumbrado. Cuando, de pronto, sonó la alarma. Desde las atalayas habían descubierto una gran flota romana que se acercaba a la bahía. Las trompetas sonaban sin cesar produciendo un gran estruendo. Corrimos hacia las puertas que empezaban a cerrarse con tan mala fortuna que tropecé, caí y perdí el sentido. Mis amigos no notarían mi falta empujados por la gran multitud de gente que, desesperada, intentaba entrar en la ciudad.
Cuando desperté la noche estaba en llamas, el humo de los incendios secaba la garganta y casi me impedía respirar. El estruendo era horrible, el ruido de las armas, los gritos de los soldados, las súplicas, los llantos y lamentos de los habitantes de mi ciudad, formaban en la roja noche una música infernal. Nunca olvidaré el sonido de la guerra.
La batalla se estaba desarrollando entonces en la muralla que daba al mar. Los romanos habían logrado entrar en la ciudad, arrasándolo todo como era su costumbre.
 Me levanté intentando mantener el equilibrio y mi primera idea fue buscar a mis padres. Las puertas estaban abiertas y un reguero de sangre llegaba hasta mis pies. Intenté entrar, pero lo que vi me paralizó. Cuerpos destrozados, quemados, gritos de dolor, el ruido me aturdía y el miedo me impedía avanzar. El calor de los incendios hacía que las lágrimas se evaporaran nada más salir de mis ojos.
Desesperado corrí hacia la laguna. Por allí habían entrado los romanos, el trozo de muralla más desprotegida por creerla insalvable. A la luz de los incendios aun se veían en la arena sus huellas, armas destrozadas, cadáveres de los valientes defensores que poco pudieron hacer ante la sorpresa y la escasez de medios frente a sus atacantes. La orilla era un cementerio de armas y de hombres a los que la muerte había igualado dejándolos desnudos de patria y solos como seres humanos.
El miedo y el horror me impedían pensar con claridad. Vi una barca, monté en ella y empecé a remar. La locura me daba fuerzas y al rato conseguí salir de la bahía. Al ir alejándome de la ciudad la noche se iba haciendo más negra y se disolvían en el agua los sonidos de la batalla. Después del espanto vivido, solo deseaba morir, lloré pidiéndoselo a los dioses, que solo me concedieron volver a perder el sentido.
Sin agua, sin comida no hubiera resistido muchos días pero el cielo se apiadó de mí haciendo soplar fuertes vientos que me arrastraron hacia la orilla opuesta de ese mismo mar. Me recogieron unos pescadores que faenaban por la zona y, medio muerto, regresé con ellos a su aldea.
En esta tierra he hecho mi vida,  he tenido momentos felices, pero cuando las noches son oscuras, vengo a la playa y me parece ver de lejos el rojo de los incendios y oír el sonido de la batalla. No los quiero olvidar. Son los gritos de mis padres, de mis amigos, de mi gente. He perdonado a los romanos pero siento que yo también debía de haber muerto en aquella noche oscura.



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