Pero qué buenos momentos nos ha dejado este trimestre que se acaba. Ha sido largo pero por eso nos ha permitido tanto y tan bueno. Gracias a todos los que, semana tras semana, os acercáis al Bazar a compartir Letras. Y en especial a Joaquín Campillo (del Bazar del Centro Cultural Tardes) que, amable como es, ha querido compartir este relato con todas nosotras. A la vuelta de vacaciones, seguiremos.
EL FINAL DEL VUELO
En
lo oscuro, la melodía que suena remueve dos cuerpos en la cama. La mujer
responde al estímulo y eleva sus párpados. La tiranía de la alarma nunca deja
de ser eso: un abuso de la máquina sobre el deseo. Casi de forma automática la
mano silencia el celular.
Aromas
nocturnos que hay que despedir la llevan a la ducha. Los vapores impiden que su
moldeado cuerpo se aprecie nítido tras la mampara. Una toalla, con deleite,
envuelve su cuerpo. El uniforme pende de una percha: Falda azul de tubo que
cubre las rodillas, chaqueta ceñida al talle, en la espalda, decorada con un
fino cordón dorado; en la bocamanga, luce un galón prestado de oro, como
corresponde a su categoría; zapato negro con poco tacón, asegura la estabilidad
y el movimiento, sin dejar al margen la elegancia; las medias negras se adaptan
a las esculturales piernas. La melena
larga se ve obligada a sufrir el trenzado, por la normativa. Vibra la batidora
su canción, mientras prepara el batido multifrutas, consuelo de su estómago.
Llegar
al aeropuerto le supone una hora. La bella cariátide arrastra su pequeña maleta
por los pasillos, camino de la zona de personal. Saludos, más o menos sinceros,
la colman al llegar al local donde se reúnen las tripulaciones: Azafatas,
pilotos, sobrecargos comentan las novedades antes de pasar lista y recibir las
últimas indicaciones del vuelo. Allí toma su dosis de cafeína, retoca su
maquillaje antes del despegue... Ya en
el aire, comienza su tarea.
Vuela,
al igual que el avión, el tiempo. En otro lugar, Mario cierra el ordenador y
mira el teléfono. Han pasado veinte horas desde que su pareja, azafata,
despegó; no hay ningún mensaje de llegada en su teléfono. El vuelo a Singapur
conlleva dieciséis horas; se extraña un poco. Sale del trabajo. El metro,
atestado como siempre, le recibe en su habitáculo lleno de seres que se miran,
se soportan y donde cada uno piensa en lo suyo. Él desgrana los últimos
momentos que pasó con Marisa, vuelve a pensar en la demora de su aviso. Una
costumbre, habitual y normalizada entre ellos desde hace dos años que comparten
vida; y todo lo que implica el enamoramiento.
Entra
en el apartamento y la mano obedece al monótono instinto: enciende la
televisión. Un latigazo acompañado del espanto se hace presente en su cuerpo.
El noticiario de la tarde vomita las tragedias sucedidas: El avión de Marisa ha
desaparecido del rádar en el golfo de Bengala. La cabeza entre las manos que
agarran con fuerza sus cabellos; los dientes apretados y las lágrimas que
afloran...
En
aquel mar, ahora en calma, flotan fragmentos de todo tipo y parte del avión
todavía se mantiene en superficie. Un hombre, con chaleco salvavidas, a duras
penas consigue nadar hacia una balsa. Cuando llega observa que, dentro, hay una mujer con el uniforme desgarrado,
con erosiones en su cara y cuerpo; esta le tiende la mano para que suba a
bordo...
—¡Gracias
a Dios, nos hemos salvado! —dice él— Usted es Marisa, la azafata que me
atendió.
Los
dos se funden en un abrazo. Unas horas después, tras oírse un ronroneo de un
bimotor, una bengala surca el cielo. Marisa vuelve a cargar la pistola
lanzadora; todavía le quedan cuatro.
06/04/2019
Joaquín Campillo Villa
No hay comentarios:
Publicar un comentario