13 octubre 2020

 ¡Buenos días, amigos del Bazar de Letras 2.0! Hoy queremos compartir con vosotros este relato de Milagros Márquez, ganador del Premio de la Semana Histórica sobre Isidoro Máiquez. ¡Esperamos que lo disfrutéis mucho! 


LA ESTATUA

Está amaneciendo. Es 2 de mayo de 1927. Mi día, mi gran día. Después de tantos años soy, de nuevo, el protagonista. Estoy en lo alto de un pedestal de mármol blanco con la placa, la concha del apuntador, un pequeño parterre con flores, una fuentecita y encima de todo yo, Isidoro Máiquez Rabay, fundido en bronce, traje goyesco, ademán teatral y una gran capa. Me esculpió Ortells. No he quedado mal pero, con este traje, a lo largo de los años algunos ignorantes me han llegado a confundir con un torero. Mejor hubiera quedado de Otelo, mi personaje favorito. Hasta el gran Talma me dijo: “Eres mejor Otelo que yo mismo”. Y eso es un gran halago. Pero, en fin, no me quejo, represento una gran figura declamatoria.

Me han colocado mirando hacia el mar. No lo veo pero sé que está allí porque en esta ciudad nací y disfruté correteando por sus calles hasta la mocedad. Estoy en el centro de la plaza. No me merezco menos. Ya era hora de que mi ciudad se acordara de uno de sus más preclaros hijos.

Desde bien temprano está llegando gente. A media mañana el público ya lo invade todo. Veo balcones y terrazas con colgaduras, llenas de personas de todas las edades. Hasta el gobernador civil ha venido, no podía ser de otra manera. A la cabeza va D. Alfonso Torres, alcalde de la ciudad, al que le agradezco este monumento; después los concejales, militares de alto rango, representación del cuerpo consular y de toda la sociedad cartagenera.

Suena música española a cargo de la banda del tercer regimiento de infantería de marina. A mi alrededor habían depositado tal cantidad de coronas de flores que  D. Alfonso se vio un poco apurado al acercarse para descubrir, ante los atónitos ojos  de sus conciudadanos, mi escultura.

Empezaron a leer glosas en mi honor, pero la que más me gustó fue la del alcalde. Un ingenioso discurso, sí señor. Lo más emotivo fue el final, cuando el gran barítono Marcos Redondo cantó el himno a la libertad de la zarzuela La Calesera. Se creó en la plaza una atmósfera difícil de describir, sobre todo para mí que nunca he sido muy dado a esas efusiones del espíritu. Tengo que reconocer que también participé de esa emoción, aunque con el paso de los años se haya popularizado en esta ciudad el dicho: “Eres más duro que Máiquez”. En aquel momento, porque ya era sólo estatua que, si no, alguna lágrima disimulada se me hubiera escapado.

Llegó la noche. Me fui quedando solo y pude entretenerme en contemplar dónde estaba. En esta plaza antes había un convento de los Padres Franciscanos, de ahí su nombre, que fue víctima de la desamortización de Mendizábal y, seguramente, al quedar abandonado y ruinoso, lo demolerían para dar paso a esta céntrica plaza. Desde aquí veo paseos centrales de cemento, parterres con palmeras y otros árboles que, cuando se hagan grandes, darán buena sombra en verano. Lo que más me gusta son los puestos de las floristas, de piedra y hierro forjado. Llegan temprano con sus canastos llenos de macetas y flores. Hay mucho bullicio en esta plaza.

Y así fue pasando el tiempo. Ya casi nadie se paraba a contemplar mi estatua. Solamente los niños que jugaban en la plaza me hacían compañía.

En verano las vecinas sacaban sus sillas a la puerta. Algunas veces había verbenas, música, gente bailando, parecían felices. Y pasó por encima de todos ellos la vida. Yo les veía crecer, hacerse mayores, desaparecer de este teatro en el cada uno tiene su papel.

Un día empecé a notar algo raro en el aire. Había tensión, gritos, insultos, la palabra maldita, GUERRA, volvía a oírse. ¿Guerra contra quién? ¿Otra vez los franceses? No, esta vez era mucho peor. Españoles contra españoles. En mi época me llamaron afrancesado aunque sólo quería llevar la cultura a este gran pueblo tan falto de líderes para que el pensamiento fluyera libre, pero parece que no lo conseguimos, ni yo, ni ninguno de mis contemporáneos por mucha fe que pusimos en ello.

Comenzaron a cavar en la plaza un refugio para esconderse cuando llegaran las bombas, ésas que caían desde el cielo. No habíamos aprendido nada. Una guerra no la gana nadie y, cuando todo pasa, las personas no tienen ni tiempo ni ganas de pensar. Bastante hacen con subsistir.

Pasaron los años y volvió el bullicio a la plaza. Marinos de uniforme blanco o azul según la estación del año, chicas paseando carritos con niños, limpiabotas, fotógrafos ambulantes, pintores que allí mismo realizaban sus obras y en una pequeña subasta las vendían. Se notaba que eran tiempos duros para muchos. El cine tomaba fuerza en detrimento del teatro. Hasta una sala llamada Teatro Máiquez pasó a ser Cine Máiquez. Por lo menos conservaron mi nombre. Después de dos siglos casi nadie se acordaba de quién fui yo. La vida cambiaba pero los niños seguían en la plaza. En verano tomaban chambis sentados a mi alrededor y protegidos del sol por aquellos pequeños árboles ya convertidos en grandes y señoriales monumentos.


Un día decidieron cambiar el suelo de la plaza. Le pusieron trozos de mármol de muchos colores. No me gustó nada. La gente se resbalaba, ¡cuántos vi caerse al atardecer cuando el lebeche viene cargado de humedad! Pero a mí me dejaron presidiendo la plaza, ¡faltaría más!, aunque los trabajadores me miraban de reojo y hacían mofa de mi indumentaria. ¡Hasta dónde llegaba la incultura! Yo, que había modernizado el teatro. Yo, que había sido uno de sus ciudadanos más importantes, ya nadie se acordaba de mí. Sólo los niños me acompañan. Los más osados trepan por mi capa hasta llegar a sentarse en mi brazo. Siempre he sido un hombre duro, con un genio endiablado, pero mis biógrafos tendrán que añadir esta debilidad mía por los niños de esta plaza.

Un día me sorprendió un pequeño grupo de personas depositando una corona de laurel a mis pies. No me habían olvidado. Recitaron poemas, hicieron algunas escenas. Yo estaba ilusionado, orgulloso, pero pensé: “esto será pasajero, pronto me olvidarán de nuevo”. No fue así. Siguieron todos los años y hasta representaban escenas de mi vida. Era estupendo ver otra vez a Moratín, a mi querida Antonia y a mí mismo en animada charla. Pero mucha gente seguía sin saber quién era yo.

Otra vez iban a remodelar la plaza, la verdad es que le hacía falta. Un día veo venir a unos trabajadores que, poco a poco, van desmantelando mi monumento. Será para ponerme en otro sitio más principal pensé y, por fin, cambiarán la placa para que todo el mundo sepa quién fui yo. Pero no. Me montaron en un camión camino de un almacén. ¡No me merezco esto! Allí estuve guardado no sé cuánto tiempo hasta que un día me volvieron a llevar a la plaza. No podía creer lo que veía. Habían instalado el monumento al fondo, entre dos grandes árboles. Un monumento que había sido ideado para ser visto por ambos lados y poder dar la vuelta a su alrededor. Allí me colocaron. ¡Ah! y rompieron la concha del apuntador que aún sigue sin arreglar.

Pero no todo fue  malo. A partir de entonces, se juntan los actores y el público el Día del Teatro. También celebraron, con escenas ambientadas en mi tiempo, los 200 años de mi nacimiento y niños, jóvenes y mayores se reúnen aquí para declamar y darle valor a este arte tan importante para la cultura que es el arte dramático, viviendo otras vidas entre palabras y versos.

Para redondear mi feliz estado de ánimo, han puesto hace poco un tótem a mi lado en el que, por fin, explican quién fui y algunas de las muchas cosas importantes que hice para engrandecer este maravilloso arte que es el teatro. Mi vida no ha sido en vano.

Gracias ciudad de Cartagena y ¡¡Que viva el teatro muchos siglos más!! 

Viento de levante.


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