24 abril 2017

Buenos días,
Seguimos compartiendo relatos premiados de nuestros alumnos del Bazar de Letras de la Universidad Popular. Sueño con la vela latina de Joaquín Campillo recibió el Tercer Premio en Prosa en la edición 2017 de las Justas Literarias de San Ginés de la Jara.


SUEÑO CON LA VELA LATINA

Ese lienzo triangular envergado a la percha, que la diosa Isis creó. Amor en fusión, algodón y madera. En comunión permanente con el mástil y la embarcación, participa del abrazo del viento, que hincha su seno y la arrastra hacia donde el timón impone.
Agua salobre que la acompaña, salpica minúsculas perlas y adorna con su espuma. El azul del cielo, con broches de algodón, completa la preciosa imagen que rodea a la musa, a la beldad, a la vela latina... Eres como pincelada blanca sobre mar añil, verde, o gris; que la luz su color dispone. Paloma que revolotea con encaje de bolillo a sus pies, en este Mediterráneo de las ancianas culturas. Hasta en ríos, como el Nilo, has danzado y no sé, no sé si alcanzaste sus fuentes; si la embarcación no necesitara tanta agua en su correr.

En mi memoria has quedado para siempre, desde mi corta edad, cuando la conciencia y mis ojos te vieron flamear en una pequeña embarcación. Desde el cantil del muelle, asido a la mano de mi abuelo, recibiendo la primera lección de mar. Ese hombre mayor, que no llegó a ser anciano, porque se lo llevó la borrasca de la enfermedad. Llenaba su ocio como marinero que pilota cuadriga de madera, con tela y viento. Sobre un mar sumiso, que parece rendir pleitesía a las embarcaciones que acarician su lomo, como el jinete al de su caballo. Cuando la dolencia lo dejó en tierra, los días de regata, buscaba el mejor lugar para seguirla desde muelles, balcones con vistas al mar, donde llenar sus retinas y colmar, en parte, su deseo de navegar.

El domingo, un pequeño y destartalado tranvía nos lleva hacia el barrio más antiguo de la anciana Mastia: El barrio de los pescadores, del vidrio, de la industria con sabor a plomo y galena, de las muflas, de las cerámicas; que fue Villa y Condado de Santa Lucía. Nos apeamos del lento vehículo junto a un simbólico monumento: El Pinacho, respiradero de encauzadas aguas, que un día animaron fuentes, hidrataron bocas; por un paseo, que carece, de las delicias que su nombre alude. Una escalonada calle nos lleva a un lugar, frente a la pescadería. Varaderos y muelles complementan el entorno. Las embarcaciones de pesca parecen reposar de su duro trabajo, pero mantener las artes no tiene hora ni fecha. El suelo está cubierto de redes, donde hombres descalzos, sentados sobre ellas, cicatrizan con hilo las heridas que las mallas albergan; las que raptan del mar sus plateados seres. Ahora, mi abuelo zarandea mi brazo y exclama: "Mira al muelle, están aparejando los botes, esos, los grandes, los de cuarenta y dos palmos; en esos he participado en las regatas."
Le brilla la mirada, tiembla la mano con la que coge la mía; la voz entrecortada, nervioso, me dice: "¡Vamos al faro de la Curra, antes de que salgan!"



En ese camino, lleno mis ojos de nuevas imágenes, y nacen preguntas: "Abuelo, ¿este canal de qué es?" "Es la desembocadura de una rambla; viene del barranco de Orfeo, donde vamos a comer la mona, ¿te acuerdas?".
Más adelante, hay una pequeña dársena, 'Puerto piojo', donde las embarcaciones parece que bailan; y los golpes del agua, sobre sus costados, las animan en su danza. Un carabinero, que vigila la zona, gira la cabeza para mirar a los que pasan. Gotas de sudor, por la frente me resbalan y empapan la gorra blanca que cubre mi cabeza; vamos deprisa, camino del rompeolas a saciarnos la sed de vela y mar. Mi curiosidad infantil hace que, una vez más, afloren las preguntas: "Abuelo, ¿qué es aquello? Parecen esqueletos de barcos."
"Sí, es el astillero de los maestros Pinto y Cascales, donde carpinteros, calafates y otros artesanos construyen barcos de madera; para recreo, para pescar tesoros del mar que sacian nuestros estómagos, para transportar, en sus vientres, lo que en otros sitios reclaman."
Aquí, me inunda una gama de olores: El de la madera que sangra; la brea que la cubre; el fatídico humo de la fundición cercana, que me irrita la garganta; y el salobre del mar que acompaña a la brisa. Próximas a la atarazana, unas barracas comparten la playa, con arena que no es arena, sino excrementos de hornos, salidos de sus panzas. Arenas negras como noches viudas de luna; flores del vertedero de la factoría cercana. Unos bañistas, en las casetas de madera, cambian sus ropas por una prenda para el agua; allí refrescan su cuerpo, desconocen el riesgo de la hazaña.
Otra imagen sobresalta mi atención. Unos hombres, que salen de la fábrica, empujan unas pesadas carretillas sobre una vía. El torso desnudo, la piel tiznada y unos lingotes, que me dicen son de plomo, conforman su carga. Nos paramos a mirar, las vías cruzan la carretera, y un tren de sangre circula hasta llegar al embarcadero. "Es el muelle del plomo", mi abuelo manifiesta. "¿Y por qué algunos tumban la vagoneta?", digo. "Para ceder el paso a los que van cargados", me contesta.
A mí, me parecen esclavos de faraónica película, solo falta el látigo, fustigador de espaldas. Hombres, como velas cautivas, que impulsan una nave negra, que destilan pena y sudor... Solo con el consuelo, al dejar su carga, de mirar al mar. Y tomar el respiro de regreso, en vacío, a su Averno, donde funden el mineral que otros sacaron de las entrañas de la tierra, con parecido sufrimiento.

En nuestro camino, la brisa húmeda nos va envolviendo, parece que sabe de nuestros sudores y nos refresca. Un poco más adelante, me dice mi abuelo: "Aquí hubo un balneario, San Pedro del Mar, donde la gente con posibles, se holgaban en verano, se divertían y tomaban los baños, que debían ser reglados en número y tiempo; eso decían. Nosotros no seguíamos norma alguna, nos bañábamos, en el mar, siempre que podíamos."
Por el espigón de La Curra, aceleramos el paso, miramos hacía la dársena y vemos que los botes se van ordenando. Todos preparados porque, en breve, silbará el vapor, darán la salida. Y llegamos a la base del faro, nuestra meta, nuestro mirador privilegiado. Ya vienen las embarcaciones, buscan con su proa el favorecedor viento. Mi abuelo se ilusiona, se llena de alegría, cuando ve a su favorito, en el que un día navegó, y me dice: "¡Mira nene, el Joven Vicenta, qué porte tiene, cómo navega!"
Ya salen los botes por la bocana. Los faros, vigilantes, saludan erguidos, estáticos, a la legión que pasa. Y mi ensueño vuela como una gaviota, me enredo en sus mástiles, en sus cubiertas me siento, con la tripulación me enrolo y me implico en su briega. Esas velas latinas, como cuchillos, cortan el viento, desde el Namnatius portus hacia la isla Scombraria; mar afuera, a todo trapo.
El rompeolas, castigado de mar y sol, las ve pasar. Envidia tiene de su movilidad, de su libertad, de su alma blanca. Los patrones cantan las órdenes, sienten la tensión, la fuerza, el control de algo superior a través del timón. Hombres que mantienen con firmeza esas velas, a veces desbocadas, agitadas; y otras, como esta, preñadas de aire. Carros de Neptuno tirados por hipocampos, que se baten en un circo de mar...

Tengo sueños para donar, sueños de Cartagena, que un día fueron realidad. ¡¿Quién quiere un sueño?! Lo quiero regalar. Sueño con la vela, la vela latina y el mar.

16/03/2017
Joaquín Campillo Villa

Justas Literarias de San Ginés de la Jara Cartagena 2017. Tercer premio en Prosa.

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