01 abril 2017

¡Buenos días! En Abril, relatos mil. 


Estad muy atentos porque a partir de hoy vamos a compartir con vosotros algunos relatos premiados recientemente que los asistentes al Bazar de Letras de la Universidad Popular de Cartagena generosamente quieren compartir con todos los lectores. Sabemos que los disfrutaréis muchísimo.


Empezamos con "Cómo pesan los recuerdos", de Joaquín Campillo, que recibió el Accésit en el Certamen de las Jornadas Carmen Conde de Barrio Peral:


¡CÓMO PESAN LOS RECUERDOS!
Las cosas se van consumiendo y los seres humanos también, pero en sus recuerdos.
            Clara camina con una bolsa en cada mano y el reuma en cada pierna. Pasos lentos y cansados por la acera estropeada de la calle estrecha; edificios vestidos de Modernismo recuerdan otros tiempos. Destaca un colegio de monjas, con fachada del estilo y restaurada. El lugar, donde ella hacía alguna sustitución de maestra con los párvulos; les enseñaba las algodonosas y suaves palabras de una cartilla. Complemento necesario al triste jornal que su esposo ganaba en el astillero.  Entra en el portal de su vivienda, con aromas de húmeda historia, otra vez tiene que enfrentarse a la tirana escalera, que la martiriza peldaño a peldaño.  Una vez en su casa, consuela su fatiga con la butaca que hay junto al mirador. Ella y su gato entablan un diálogo visual con las palomas y alguna atrevida gaviota, que se posan en los balcones. En la mesita, junto al sofá, siempre presente una foto con su marido, cuando se conocieron en Orihuela; un día, casi llegada la primavera, en un evento de poetas y escritores. Y su mente camina hacia las vivencias pasadas: "La afición por lo literario inculcada por su padre, que la llevaba a todos los acontecimientos de esta índole. Él leía para distraerse, en las largas esperas a su dueño y señor, sentado al volante del vehículo de un rico terrateniente, que le prestaba los libros, le pagaba un sueldo como chofer y a su mujer como cocinera.
            Una tarde de marzo, una poetisa cartagenera daba una conferencia para homenajear a tres escritores oriolanos y uno unionense. Un joven se acercó a ellos, situándose al lado de su padre, entabló conversación, les mostró una hoja de papel donde tenía escritos unos versos de Miguel Hernández y... ahí empezó todo: un corto noviazgo, porque él tenía trabajo en el astillero de Cartagena, luego la boda, el cambio de ciudad; tan distinto todo.  Andando el tiempo, los hijos no venían, pero lo que vino fue la afiliación de su consorte a un sindicato, clandestino en aquella época, que alteró la vida de Clara; noches de espera e intranquilidad.  Dejaron de asistir a reuniones literarias y ella se quedaba en casa, retorciendo la preocupación en su interior, mientras sus manos tejían sin parar hasta que sonaban sus pasos, como voces de sosiego, en la escalera. Otras veces, los golpes del llamador atronaban en el silencio de la noche, y el sereno le avisaba de que estaba detenido en la comisaría de Policía. Allí, aguardaba para ser identificado, con algunos hematomas dibujados en la cara y en el cuerpo.  Y Clara se guardaba las lágrimas, por el camino de regreso le consolaba con poemas de su agrado. Mil veces le pidió que dejara el sindicato y volviera a la literatura. La respuesta siempre era la misma: " Mujer, mis palabras componen versos de la poesía que defiende al necesitado, para darles más pan a sus mesas y más descanso a sus cuerpos".  Y llegó su fin, una noche al salir de una reunión encubierta, en el barrio del Molinete, dos matones, llenos de alcohol sus estómagos y de billetes los bolsillos, hundieron sus aceros en el cuerpo del oriolano."
             El gato salta al regazo de Clara y la distrae de sus recuerdos. Una paloma blanca se ha posado en el alféizar de la ventana. Un día, siendo novios, él le regaló un par de pichones del mismo color. Y el tornado de recuerdos vuelve al momento en que se conocieron, la conferencia de Carmen Conde. Mientras se miraban, la poetisa decía: "Miguel, te conocí junto a este río / los ojos en azul desmesurado..."
             Lágrimas, digeridas, corren en las mejillas de Clara, por la añoranza del compañero perdido, por la soledad, por la infertilidad, por el peso de los recuerdos; porque, su marido, también se llamaba Miguel. Sus ojos eran como el cielo, su risa alegre, sonora como el agua del río cuando salta entre las rocas. Y su piel no perdió el olor del azahar, como cuando trajinaba entre naranjos de la Vega Baja... Clara coge la hoja de papel con los versos de Miguel Hernández, que aquella tarde su compañero le regaló; la letra borrosa, difusa a causa del humor de sus ojos, y, entonces, por milésima vez lee:

« [...] Fatiga tanto andar la arena
         descorazonadora de un desierto,
         tanto vivir en la ciudad de un puerto
         si el corazón de barcos no se llena. [...] »
           
            Ahora, el papel reposa sobre su pecho, junto a los suspiros. En el balcón hay dos palomas blancas, que atraviesan el cristal con su mirada. Ella piensa que Miguel le manda una señal, un recuerdo, un mensaje: "¡Aquí estoy esperándote!" Las aves levantan el vuelo y Clara vuelve la mirada hacia la calle, unos gritos, unas risas alteran su ensueño; los niños salen del colegio.
             20/02/2017
Joaquín Campillo Villa                                                                  

Accésit literario. Jornadas Carmen Conde2017.  B. º Peral-Cartagena




1 comentario:

  1. Que pena que sólo haya un primer premio. Este escrito es muy digno de serlo. ¡Felicidades Joaquín y gracias por compartirlo.

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