01 abril 2017


Para los amantes del mar, para los amantes de la Literatura, para los amantes...
Este relato de Milagros Márquez, del Bazar del Centro Cultural, ha merecido el Primer Premio en Prosa en las Justas de San Ginés. A ver qué os parece a vosotras.


ELLA Y EL MAR   

Ella estaba allí, en esa playa del Mediterráneo, como el faro, la arena, las rocas o el mar. De él se sabía todos sus azules, verdes o grises y estos colores se reflejaban en sus ojos acariciadores y tristes. Hacía años que se consideraba parte del paisaje.
Desde que perdió a su compañero, refugió su dolor en la casa de la playa, ¡Habían sido allí tan felices…! ¡Tenían tantos proyectos en los que participaba ese mar…!
La casa era una especie de torreón antiguo, que poco a poco, con paciencia y cariño habían convertido en su hogar. A la ciudad iban solo por trabajo, atrás habían quedado las reuniones interminables, el ajetreo del trafico, el rugido de la gran ciudad,  que te ofrecía mensajes engañosos para hacerte su esclavo.
Ahora el mar era su compañero, ya nunca estaría sola. Era un ser vivo que se movía, hablaba y algunas tardes de otoño, rugía, pero no le tenía miedo. Él le trajo nuevos amigos, como la gaviota, a la que veía venir entre los grises del atardecer, y que después de revolotear, se posaba a su lado en la arena, para contarle alguna historia de  sus muchos y largos viajes por las costas de ese mar. Historias de amor y de muerte, de trabajo y de placer. Ella las escuchaba agradecida. Esos relatos llenaban un poco, el  hueco vacío que le hacía las veces de corazón. Un corazón que empezó a morir el día que ocurrió el accidente.
El mar también le trajo otros amigos, caracolas, chapinas, plantas que después de un fuerte levante quedaban varadas en la playa, como restos de un naufragio. Las ponía a secar, haciendo con ellas verdaderas obras de arte, que distribuía en jarrones por toda su casa.
Pensaba que  lo que le traían las olas, antes habían sido seres vivos, y ahora sólo eran bellos recuerdos, igual que nos ocurre a los humanos, cuando después de la muerte, nos instalamos en el pensamiento de las personas que nos han querido.
Las caracolas las pintaba de colores y las metía en frascos de todos los tamaños. La casa estaba llena de ellos. Cuando se sentaba a mirarlos, se las imaginaba vivas, atravesando las aguas y llegando a otras tierras del mismo mar, con hombres distintos, distintas costumbres, pero con las mismas ansias de amar y ser felices.
Por las noches, desde la torre, veía los grandes barcos pasar a lo lejos con sus luces encendidas  que anunciaban fiesta y  también el débil parpadeo de los barcos de pesca que faenaban cerca de la costa.
Todo se mezclaba en ese mar, diversión, trabajo, y también la angustia de no saber si el frágil barquichuelo, en el que habían puesto tantas esperanzas, llegaría a tierras acogedoras y en paz, o si por el contrario sería engañado como Ulises y lo llevaría al fondo de ese cementerio azul, donde está escrita la historia de tantos siglos.
Le gustaba ver sus amaneceres, al principio volvían los grises del ocaso, luego despacio, una pequeña luz se iba abriendo paso por el horizonte hasta que como un estallido el gran astro emergía  de la superficie del agua, devolviendo la vida al planeta. Pensaba que siempre habría un nuevo amanecer, también en la vida. Ella lo estaba intentando  desde esa casa y esa playa cargada de recuerdos.


¡Cuantas historias habían pasado en ese mar eterno! Le gustaba mirarlo. Él saciaba su sed de aventuras, siempre pospuestas. Toda una vida soñando pero anclada en tierra. Ahora ya, poco importaba. Ya no había con quien compartirlas. Sólo quedaban recuerdos que le hablaban de  otro tiempo en el que había sido muy feliz, había amado y había sido amada, con la intensidad de una tormenta de otoño, con la entrega de la arena, dejándose llevar por las olas, siempre nuevas y siempre iguales. Esa había sido su historia de amor. Sentada en la playa encontraba a su compañero en el espíritu de esa gaviota, diciéndole,  que no se había ido, que siempre estarían juntos, y que algún día podrían surcar ese mar en busca de las aventuras soñadas.
Llegó un día en el que ya no pudo bajar de la torre. Sentada junto a la ventana, veía el mismo paisaje, pero no lo sentía cerca, le faltaba ese olor a sal y algas, ese ruido sordo y constante de las olas que la adormecían y atenuaban su dolor. Veía pasar las gaviotas y entre ellas buscaba a su amiga, la que se le acercaba en la playa sin temor y no la encontraba
Las luces de las noches, se hicieron más débiles, convirtiéndose en puntos brillantes en la lejanía, que se confundían con las estrellas.
Desde la torre disfrutaba mirándolas ¡Qué maravilla el cielo de ese mar! Parecía un gran manto bordado con caprichosos dibujos: Allí un arquero, mas allá unos peces o un carro con una estrella brillante que siempre señalaba el norte.  Eran las mismas que habían guiado a tantos navegantes a la gloria o al infortunio.
Los días se sucedían con una monotonía insoportable, solo la despertaba de su duermevela, la luz verdosa del faro, avisando a los navegantes, de los peligros que ese mar tranquilo tenía en sus entrañas.
Un atardecer de verano, con el mar en calma, el sol destilando fuego y pintando con rayas de sangre el mar, llego la gaviota a la ventana. Ella sabía muy bien a lo que venía. ¡La había esperado tanto tiempo…! En sus días de desesperación, llego a pensar que la había olvidado .Que la había dejado, sola varada en tierra, como esos barcos destrozados que antes veía en sus paseos al atardecer, por los senderos que rodean el faro.

Esa noche su espíritu y el de la gaviota, se unieron formando un solo aliento. Y ella y su amado, cruzaron juntos ese querido mar, en busca de todas las aventuras soñadas  durante sus vidas en la tierra.

Milagros Márquez Pascual.

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