01 marzo 2018

Buenos días, amigos de las letras,Hoy querríamos huir lejos, a un lugar en el que se oyera hasta la respiración de las libélulas. Pero la cruel realidad nos mantiene en esta ruidosa rutina. Por suerte para nosotros, nuestra amiga Milagros Márquez nos acaba de enviar este gran relato. 


LA HUIDA  
Septiembre 2017-09-21
  
Solamente una vez volví la cabeza para mirar la ciudad que el tren iba dejando atrás, la ciudad en la que había sido tan desgraciada, la del primer amor, la de los primeros desengaños, se la iba tragando, poco a poco, la niebla del atardecer y la lejanía.
En otra época pensé, que en esa ciudad, a mi vuelta, podría sentirme libre.  Había pasado muchos años en un internado, pero todo salió mal y ahora huyo de ella.
Cuando falleció mi madre, mi padre no supo, o no quiso, hacerse cargo de mí y me mando a un colegio lejos, pero cuando me escribió para que volviera, pensé que ya había pagado no se qué pecado y estaba perdonada. Ese complejo de culpa lo he llevado encima como una losa durante toda mi vida.
Encontré amigas, un grupo en el que apoyarme, parecía que por fin podría salir de mi sombría tristeza. Eso no  gustó a mi padre, no podía tenerme controlada las 24 horas y la cuerda se fue haciendo cada vez más corta. De nuevo la asfixia por la falta de libertad.
Un día, por casualidad, al volver de hacer unas compras, choqué con él. Me ayudó a coger del suelo los paquetes. Era guapo, tenía mucha labia y yo sentí que mi vida podía cambiar ¡Qué equivocada estaba!
Tras un breve noviazgo mi padre autorizó que nos casáramos, siempre que nos fuésemos a vivir con él. No me importó, pensé que Ángel siempre estaría a mi lado apoyándome, pero no fue así. Hicieron una buena pareja contra mí. No me faltaba nada, sólo lo que más había ansiado: ¡libertad! 
Pasaron los años, vinieron los hijos. Con ellos recuperé la ilusión y un poco la alegría de sentirme viva. Cuando crecieron, se fueron mirando en el espejo de su padre y de su abuelo. Cada vez me sentía más sola. 
Una grave enfermedad lo empeoró todo y me di cuenta hasta dónde podía llegar la crueldad, consciente o no, del ser humano. Eso fue lo que terminó de romper la idea de esa agradable vida imaginaria,  que se había instalado en mi mente para no sufrir.
 Cuando me recuperé le pedí  el divorcio. Por no sé qué oscuros pensamientos, mi padre me ayudaría económicamente. Todo iba a salir bien. Mis hijos ya tenían sus vidas y yo necesitaba vivir la mía.
 Nunca más tendría que fingir, justificar los retrasos, hacerme la dormida cuando de madrugada oía la llave en la cerradura, ni pedir explicaciones que, luego, siempre se volvían contra mí.
Pero, entonces, tampoco pudo ser. Creo que llevo la fatalidad conmigo.
Ángel sufrió un infarto, me dijo que me necesitaba, que todo iba a cambiar, él me había querido siempre, era yo la que no le dejaba demostrarlo, encerrándome en el mutismo y la tristeza.
¿Qué podía hacer? El antiguo complejo de culpa me decía que también había contribuido a ese fracaso. Por eso decidí seguir con él hasta que murió.
Así se me iba pasando la vida, un día igual a otro. Llegaron los nietos, que veía cuando los padres necesitaban una cuidadora. Cuando murió mi padre decidí romper con todo, volar, ir lejos, donde no me conociera ni yo misma. Por eso voy en este tren con la maleta cargada de dudas, amargura y culpabilidad.
Han pasado los años, mi mente se ha ido sosegando. El tiempo y la distancia hacen que las cosas se vean más claras. En mi vida no todo ha sido malo. Seguiré mi camino y cuando en los recuerdos haya más claros que oscuros, seguramente volveré. Ya no seré un viajero sin destino.


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